Vivimos en el mundo de la imagen.
Todo nos entra por los ojos, y lo que nos atrae nos llega por ellos, y también
lo que nos repele. Somos bombardeados a cada instante por mensajes que tratan
de alterar nuestros gustos, apetencias y formas de vida en aras a mejorar
nuestra imagen, y los que se mueven por la plaza pública del mundo, sean
dirigentes, empresarios, famosos de tres al cuarto o sujetos extrañaos de fama
volátil, cuidan su imagen como lo más preciado. De hecho da igual que tras esa
imagen se esconda un valor real o no. Lo importante es que la imagen epate,
impacte y convenza. El resto no importa. Cutre pero real.
El Papa Francisco, desde que fue
elegido tras la renuncia de Benedicto XVI allá por Marzo de este año, ha
generado una sucesión de imágenes en apenas ocho meses que sería prácticamente
imposible resumir en unas cientos de páginas. Se le acusa por algunos críticos
de ser eso, un hombre centrado en la imagen, pero yo creo que es lo contrario,
que es un hombre centrado en su fe y mandato, y el ser consecuente con ello es
lo que está generando imágenes que llaman la atención, sobre todo porque
contrastan con lo que estamos acostumbraos, no sólo en el ámbito religioso,
sino en el resto de órdenes, especialmente en lo que hace a las instituciones
políticas y de poder. La imagen del poder se asocia a la fuerza, al dominio, a
la grandeza entendida como aplastante sensación de control y superioridad. Y
Francisco ofrece un modelo completamente inverso, en el que el poder se muestra
humilde, en el que el dominio es inexistente y en el que la grandeza se mide
por la dimensión moral y humana de los actos, no por el tamaño de los estrados
o la potencia de los focos y altavoces. Esa es la causa por la que su actitud
genera recelos e incomprensiones por parte de muchos, porque no la entienden,
más allá de que compartan la fe que proclama. Quizás la imagen que resume mejor
todo esto es la que se produjo hace unos meses en la plaza de San Pedro en una
audiencia con enfermos. Allí
Francisco decide no sólo hablar y recibirles, sino abrazarles, tocarles, unirse
físicamente a ellos, y se produce esta escena, en la que se ve a un Papa
compungido que acoge entre sus brazos a un hombre, del que sólo vemos la parte trasera
de su cabeza y el pelo. Y el hombre es un ser deforme. Decenas de
protuberancias, bultos, como enormes ampollas, cubren la poca piel que podemos
distinguir de su cara y mandíbula. A muchos un cuerpo así nos produciría
rechazo. Sí, es políticamente correcto decir que no, pero piense fríamente en
su intimidad, imagínese en el metro, o en otro lugar público, e imagine que se
encuentra con un hombre a quien la enfermedad ha convertido su cuerpo en el depósito
de todas esas marcas. ¿Cuál sería su respuesta instintiva? Pues la de Francisco
es la inversa. Se acerca, lo coge, lo acoge, no sabe si eso es contagioso o no,
si puede suponer un peligro para su propia salud. Ese enfermo está allí porque,
por su fe, implora ayuda y consuelo, y Francisco se la ofrece. La escena está
completamente alejada de los cánones de belleza que nos dominan. Más bien es
justo lo contrario. Ese hombre es, para nuestra sociedad de la imagen, un
apestado, un leproso de la era de los romanos, un ser feo que debe permanecer
escondido, alejado para no enturbiarnos con su fealdad, para no estropear el
decorado de diseño en el que hemos convertido nuestras vidas. Y Francisco rompe
esas cadenas que nos esclavizan, que no se ven ni sienten, y por ello son las más
poderosas, y acoge al excluido, al apestado, al que no debe entrar en nuestro
mundo. Por eso esa imagen es tan rompedora, posee tanta fuerza, llama a la
extrañeza, y genera una sensación de compasión y misericordia a todo aquel que
la vea, tenga fe o no. Por eso esa imagen es poderosa. Por eso es símbolo de
grandeza.
Ese
hombre enfermo se llama Vinicio Riva, sufre una extraña enfermedad llamada neurofibromatosis
de tipo 1, de la que lo desconozco todo, que no se limita a dejarle el rostro y
cuerpo cubierto de deformidades, sino que también le agrede los órganos
internos y los daña con igual fiereza. Vinicio vive en el norte de Italia,
sostenido por una pensión asistencial y la ayuda de su hermana, oculto a gran
parte del mundo para no asustar, para que no le llamen monstruo. Al ser
abrazado por Francisco encontró el consuelo que hacía tiempo que no hallaba, y
su vida cambió. Su historia es preciosa, y hace pensar que, sea por la fe o no,
la bondad humana aún es capaz de cambiar el mundo en el que vivimos, la vida de
todos nosotros. La de Vinicio ya nunca será igual.
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