Seguro que, entre todas las
memorias de las que disponemos los humanos, la meteorológica es la más
traicionera, la que más nos induce al error y nos engaña con sus aparentemente
sólidos recuerdos. El primer frío siempre es el más intenso, la última tormenta
suele ser descomunal y los calores del pasado verano no tienen parangón en la
historia. Si uno se preocupa en acceder a registros meteorológicos comprobará,
asombrado, que esas impresiones suelen ser, casi siempre, erróneas, pero eso no
suele provocar que el individuo cambie de idea, porque la sensación que él
tiene de frío o calor es la que dijo con anterioridad.
Sensación, esa es la palabra
mágica que desvirtúa toda nuestra capacidad racional, de por sí escasa, de
calibrar la temperatura y demás datos meteorológicos. Cuando la sensación es de
frío lo hace, sea eso cierto o no, y lo mismo el calor. Como cada uno tiene una
sensación de temperatura diferente es muy difícil poner de acuerdo a un
colectivo sobre cuál es el clima idóneo en una oficina, aula o en general,
recinto cerrado, lo que da lugar a numerosas discusiones y que al final se opten
por soluciones individuales, de tal manera que el friolero tiene el jersey a
mano incluso en verano y el caluroso se ahoga en su percepción tropical aunque
fuera las hojas caigan en plena estampa otoñal. Sólo los días duros, en los que
las temperaturas y el viento son extremas, ponen de acuerdo a todo el mundo.
Jornadas de verano bochornosas, tórridas y duras generan calor a cualquiera, y
ventiscas invernales en las que los copos vuelan al son de un viento que parece
salido del mismo infierno helado de las pesadillas, que hacen que hasta los que
duermen desnudos sobre témpanos reclamen abrigos y bufandas. Esos son los días
en los que el tiempo suscita pocas discusiones, y sí muchos comentarios sobre
cómo ha vivido cada uno ese episodio excepcional. Cuando una jornada de esas se
produce tras varios días o semanas de tiempo radicalmente distinto, la
sensación que genera es aún más intensa por el contraste y el vivo recuerdo de
las jornadas anteriores, y el impacto que deja suele ser mucho más crudo y
permanente en el tiempo. Y como siempre, engañoso. Un día de cinco grados tras
una semana de veinte no es la jornada más fría de nuestra vida, aunque a
primera vista nos lo parezca, pero a buen seguro que es una de las frases que más
se repiten en esa cita bajo el frío viento, en busca de un refugio en el que
tomarse algo caliente, para resguardarse del exterior, y en el que, protegidos
tras la ventana, el tema del frío, que ya no es tan intenso como antes, pero
que hoy sí que es duro como decían los viejos, sea uno de los temas de
conversación más socorridos. Son días de esos en los que el tiempo no es una
vulgar excusa para romper el hielo, nunca mejor dicho en invierno, sino un tema
de debate que, en función de lo que antes comentaba, garantiza escasas
probabilidades de acuerdo entre los reunidos para la ocasión, hecho ideal para
alargar la conversación, quizás calentarse un poco más y así combatir de la
mejor manera posible el frío, condenado, que sigue haciendo ahí fuera.
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