lunes, noviembre 18, 2013

Ha llegado el invierno


Seguro que, entre todas las memorias de las que disponemos los humanos, la meteorológica es la más traicionera, la que más nos induce al error y nos engaña con sus aparentemente sólidos recuerdos. El primer frío siempre es el más intenso, la última tormenta suele ser descomunal y los calores del pasado verano no tienen parangón en la historia. Si uno se preocupa en acceder a registros meteorológicos comprobará, asombrado, que esas impresiones suelen ser, casi siempre, erróneas, pero eso no suele provocar que el individuo cambie de idea, porque la sensación que él tiene de frío o calor es la que dijo con anterioridad.

Sensación, esa es la palabra mágica que desvirtúa toda nuestra capacidad racional, de por sí escasa, de calibrar la temperatura y demás datos meteorológicos. Cuando la sensación es de frío lo hace, sea eso cierto o no, y lo mismo el calor. Como cada uno tiene una sensación de temperatura diferente es muy difícil poner de acuerdo a un colectivo sobre cuál es el clima idóneo en una oficina, aula o en general, recinto cerrado, lo que da lugar a numerosas discusiones y que al final se opten por soluciones individuales, de tal manera que el friolero tiene el jersey a mano incluso en verano y el caluroso se ahoga en su percepción tropical aunque fuera las hojas caigan en plena estampa otoñal. Sólo los días duros, en los que las temperaturas y el viento son extremas, ponen de acuerdo a todo el mundo. Jornadas de verano bochornosas, tórridas y duras generan calor a cualquiera, y ventiscas invernales en las que los copos vuelan al son de un viento que parece salido del mismo infierno helado de las pesadillas, que hacen que hasta los que duermen desnudos sobre témpanos reclamen abrigos y bufandas. Esos son los días en los que el tiempo suscita pocas discusiones, y sí muchos comentarios sobre cómo ha vivido cada uno ese episodio excepcional. Cuando una jornada de esas se produce tras varios días o semanas de tiempo radicalmente distinto, la sensación que genera es aún más intensa por el contraste y el vivo recuerdo de las jornadas anteriores, y el impacto que deja suele ser mucho más crudo y permanente en el tiempo. Y como siempre, engañoso. Un día de cinco grados tras una semana de veinte no es la jornada más fría de nuestra vida, aunque a primera vista nos lo parezca, pero a buen seguro que es una de las frases que más se repiten en esa cita bajo el frío viento, en busca de un refugio en el que tomarse algo caliente, para resguardarse del exterior, y en el que, protegidos tras la ventana, el tema del frío, que ya no es tan intenso como antes, pero que hoy sí que es duro como decían los viejos, sea uno de los temas de conversación más socorridos. Son días de esos en los que el tiempo no es una vulgar excusa para romper el hielo, nunca mejor dicho en invierno, sino un tema de debate que, en función de lo que antes comentaba, garantiza escasas probabilidades de acuerdo entre los reunidos para la ocasión, hecho ideal para alargar la conversación, quizás calentarse un poco más y así combatir de la mejor manera posible el frío, condenado, que sigue haciendo ahí fuera.

En 2013 el invierno llegó este sábado a casi todo el país. De golpe, casi sin aviso, tras unas semanas de otoño veraniego, con altas temperaturas de día, noches frescas pero no frías, y cielos muy despejados. En Madrid, ciudad en la que las estaciones se suceden a golpes entre el invierno y el verano, casi sin intermedios, como yo suelo decir, el viernes por la tarde salió un pregonero por la calle para anunciar el fin del verano, y que esa noche la gente cogiera abrigos y mantas para prepararse para el día siguiente. Así lo hicieron algunos, pero para todos el Sábado era el día de decirse mutuamente “qué frío hace, qué pronto ha llegado, antes que nunca”, y otras frases por el estilo.

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