Tímida, recelosa, como sabiendo
que es ansiada pero no querida, oculta en la noche, cuando nadie puede verla,
salvo los noctámbulos o los perdidos. Como queriendo no hacer ruido, diciendo
un “hola” muy bajito, susurrante, de esos que pronuncian las madres a sus hijos
pequeños cuando se han dormido para no despertarles, la nieve ha llegado a mi
barrio madrileño. Ha cubierto con un fina capa los coches, jardines, copas de
árboles aún cargadas de hojas, y ha otorgado una estampa idílica al paisaje
tedioso y estático de todas las mañanas.
Pero compruebo, con sorpresa, que
al salir de la estación de metro de mi trabajo, sito en la ciudad pero mucho
más al norte, a unos 7 kilómetros de distancia de mi casa, la nieve no es sino
un recuerdo de la memoria reciente. Los tejados que observo desde mi ventana
muestran trazas blancas, pero son el único signo que me recuerda que lo que he
visto al levantarme no es ningún espejismo. Jardines, aceras, los árboles y sus
aún visibles hojas, los coches estacionados y los que circulan… en ninguno de
esos puntos se aprecia copo alguno ni muestra de nieve. Es como si el metro se
hubiera transformado en un tren de alta velocidad y el viaje subterráneo que he
hecho para llegar hasta aquí hubiera sido, en realidad, un periplo de muchos
kilómetros, cientos, que me han trasladado desde la estampa invernal que
contemplaba desde la ventana de mi salón hasta un lugar frío, desde luego, pero
alejado por completo del blanco espumillón verdadero que se llama nieve, y que
a muchos hay que describir porque no tienen claro cómo diferenciarlo de eso que
se echa en estas fechas para decorar. “Así que ha nevado en la parte sur y este
de la ciudad pero no en la zona norte” me respondo a mi mismo a medida que subo
en el ascensor tras dejar la fría calle. “Curioso”. Espero al menos que en los
lugares de residencia de algunos de mis compañeros de trabajo también haya
nevado, porque como sólo lo haya hecho en mi barrio la cara de incredulidad que
pongan cuando les diga que he visto la nieve al levantarme será sustituida al
poco rato por el simple cachondeo. Los manchones blancos que se aprecian en las
terrazas que diviso desde la ventana pueden servirme como prueba pericial.
“¿Reconoce el testigo en esa imagen la presencia de la nieve?” podría
preguntarles, como queriendo hacer que un juicio de realidad refrendara mis
palabras y otorgara credibilidad a mi testimonio. Quizás esa sea la única
prueba a la que pueda agarrarme, más allá de mi credulidad. Pero como poco a
poco empiece a circular un coro de voces diciendo que en su barrio no ha
nevado, que sí, que han visto unos copos pero ni cuajar ni nada, que algo han oído
pero que seguro que no es cierto, y demás expresiones por el estilo, acabaré
predicando en el desierto, como esos agoreros que avisan de las inclemencias
meteorológicas o económicas y, tras no cumplirse, son tomados por chalados. Yo
os juro que he visto la nieve esta mañana sobre los jardines y coches, no en
forma de Virgen María aparecida, sino como barniz, capa fina que todo lo cubría,
que decoraba y aislaba, que aumentaba la sensación de frío que no se va desde
hace muchos días, y que tenía el significado del invierno escrito en cada uno
de sus poros, formas y marcas.
Poco a poco empieza a levantar el día, y creo
que las manchas que se observan muy al fondo me podrán servir como testigos de
que lo que digo es cierto, y de que esta noche, tras muchos días de sol
radiante y ausencia de nubes, ha nevado en Madrid, una ciudad en la que la nieve
es tan rara como una amante que quiera vivir contigo, en la que la pasión por
el copo blanco dura lo que tarda en cuajar en la calle y convertirla en un
atasco lleno de coches ruidosos y enfadados conductores. Quizás por eso la
nieve no se atreve a tocarnos. Nos roza, insinúa, más como madre que como
pasional querida, y dice ese “hola” en bajito para que sepamos que está ahí,
pero que no nos importunará….
1 comentario:
poeta que eres un poeta....
Publicar un comentario