Una de las preguntas que me hacía
constantemente durante mis vacaciones berlinesas era el cómo fue posible que
una sociedad culta como la alemana se enajenara de tal manera que elevara al
poder a asesinos despiadados, y considerase la muerte y la violencia como la
forma natural de regir la vida, qué tipo de locura se había instalado allí para
llegar a ese extremo. Pasear por las calles sobre las que desfilaron las
orgullosas hordas nazis no respondió mis preguntas, en todo caso me las agudizó
y aumentó de tamaño, pero es obvio que no hace falta irse tan lejos para
contemplar esas villanías. A veces basta con volver al propio pueblo.
Ayer, con motivo de la aplicación
de la sentencia del Tribunal de Estrasburgo, que deroga la aplicación de la
doctrina Parot, salió a la calle una nueva tanda de asesinos etarras y otros
delincuentes no pertenecientes a esa banda. Entre
los terroristas hay dos, Zabarte y Kubati, que son de Elorrio, mi pueblo de
origen. El más famoso de ellos es Kubati, acusado de trece asesinatos,
todos ellos viles, pero quizás sea kubati el autor del crimen que mejor define
a ETA, y a todas las bandas terroristas del mundo, como lo que realmente son,
una vulgar secta de asesinos cobardes, sujetos a una disciplina militar, a la
que dicen combatir, pero que siguen de una manera tan fija como irracional. Su
mano fue la que apretó el gatillo que mató a Yoyes, una de las miembros de ETA
más conocidas, que decidió salirse de esa organización, esa secta macabra, para
volver a la vida real, de la que poco pudo disfrutar. Yoyes murió ejecutada por
traición a la causa, en una forma de actuar completamente nazi, que a algunos,
no muchos, les reveló lo que realmente era ETA. Su cuerpo se desplomó inerte en
la plaza de Ordizia delante de los ojos de su hijo, de tres años de edad,
mientras que Kubati, orgulloso de su acción, quizás la más elevada que puede
efectuar un ferviente seguidor de la causa, se daba la vuelta y huía. Ese
atentado de ETA removió algunas conciencias, pero pocas. Los siguientes
muertos, que fueron muchos, siguieron siendo noticia secundaria, y motivo de
vergüenza para sus víctimas, abandonadas por una sociedad civil que, en el
mejor de los casos, las ignoraba. En aquellos años ni jueces, ni fiscales, ni
partidos ni leyes estaban a favor de las víctimas. El olvido que la sociedad
tuvo con ellas durante años es una de las mayores vergüenzas que nos deben quedar
a los españoles como motivo de reflexión y arrepentimiento colectivo. Funerales
hechos a escondidas, oficiados por curas y miembros del clero que en muchos
casos bendecían a los asesinos poco antes de simular pena con las víctimas.
Coches fúnebres cargados de ataúdes que, en la oscuridad de la noche, en la
soledad absoluta, abandonaban pueblos y ciudades del País Vasco rumbo a las
localidades donde iban a ser enterrados los asesinados. Brigadas de limpieza
que en Bilbao, Madrid o Barcelona, limpiaban los restos del último atentado en
medio de una ir y venir de gentes que, atemorizadas o distantes, pasaban de
largo. Medios de comunicación que trataban las muertes como sueltos de página
par y que seguían mostrando una cierta comprensión, o incluso admiración velada
por los libertadores que seguían luchando por una causa revolucionaria. Y políticos
y partidos, que eran los que podían cambiar las leyes para que, una vez
detenidos los asesinos pasaran mucho tiempo en la cárcel, cobardes como los que
más, que nunca se plantearon endurecer las penas por estos y otros delitos,
obsesionados como estaban por negociar con la banda para atribuirse el mérito y
rédito electoral de su desaparición. Ese es el mundo y la sociedad, infames
ambos, en la que asesinos como Kubati se desenvolvían con gran libertad y
sensación de victoria. Años después las cosas han cambiado mucho, pero la
cobardía que sigue residiendo en nosotros, que nos impide contar las cosas como
fueron, provoca que escenas como las de ayer sigan siendo desgarradoras.
Y el que por la noche, tras salir Kubati de
prisión, me mandaran mensajes varios amigos y familiares para decirme que en
Elorrio estaban sonando cohetes de celebración no es sino una muestra más de la
enfermedad moral que el terrorismo ha dejado en nosotros. Cuando uno ve a un
grupo de neonazis haciendo exhibición de su infamia le entra automáticamente un
instinto de repulsión y asco. El que no suceda lo mismo con los asesinos
etarras, y el que haya decenas de personas que simpaticen con ellos, con el
mismo estilo ostentoso y fascistoide que los de las esvásticas, y que no nos
escandalicemos por ello demuestra hasta qué punto algo muy profundo ha
enfermado en nuestros corazones. Y quién sabe si tendrá cura.
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