lunes, noviembre 11, 2013

El anunciado desastre de Haiyan en Filipinas



Costas arrasadas, playas desaparecidas, ciudades en las que antaño se levantaban edificios y viviendas, muchas de ellas precarias y endebles, convertidas en amasijos de escombros y basura, bosques desmochados, en los palmerales enteros se han convertido en pilas de troncos apilados y rodeados de ramas arrancadas de cuajo. Y personas y animales, pocos, que deambulan entre los restos, comprobando que la mayoría de sus congéneres ya no se mueven y permanecen atrapados, muertos, entre lo que en su día fueron sus viviendas o propiedades. Y un silencio que lo llena todo, un agónico y mortal silencio.

Las imágenes que llegan de la isla de Leite, en Filipinas, ofrecen una descripción mucho más acertada que cualquier palabra escrita de lo que ha supuesto para aquella zona el paso del tifón Haiyan, bautizado localmente como Yolanda, de fuerza 5, la máxima posible, en el momento de su impacto contra la costa, y que tras el paso por el país ha comenzado su proceso de degradación en su camino hacia Vietnam, y el sur de China, donde se espera que llegue hoy convertido en tifón de categoría 1 o depresión tropical, una tormenta seria pero nada que ver con el monstruo que atravesó la isla filipina que ahora mismo es un erial. Tras una catástrofe de este tipo surgen sentimientos humanitarios y de cooperación con las víctimas, que están muy bien, por supuesto, pero en mi caso lo que predomina es la pura e inútil rabia, porque a lo largo de la semana pasada estaba clarísimo que este desastre se iba a producir y me da la sensación de que se podía haber evitado, y no se ha hecho todo lo debido. Los huracanes, o tifones, que son lo mismo, no son terremotos que no avisan, no. Se les ve llegar. Desde principios de la semana pasada los meteorólogos de medio mundo avisaban, asustados, de la inmensa potencia que había adquirido Haiyan, de sus enormes dimensiones y de las asombrosas cifras que lo caracterizaban, con una presión en el interior de su ojo de menos de 900 hectopascales y con vientos sostenidos que superaban en todo momento los 300 kilómetros por hora. Algo demencial, un monstruo que a su paso por cualquiera de nuestros ricos países hubiera dejado un rastro de destrucción y muerte de grandes consecuencias, pero con una trayectoria que lo llevaba frente a la costa filipina las cifras de víctimas potenciales se empezaban a disparar de manera descontrolada. El gobierno filipino inició una evacuación que, las víctimas estimadas lo demuestran, se quedó muy por debajo de lo que fue necesaria. Y mientras todo esto sucedía allí, en los medios occidentales la noticia de la gestación y aproximamiento de Haiyan a la costa se convertía en un breve que apenas lograba notoriedad alguna, frente a tonterías de gran calado que llenaban portadas y minutos de televisión. Algunos locos como los del tiempo de TVE, o divulgadores como Jose Miguel Viñas o Emilio Rey clamaban como profetas en medio del desierto, anunciando que esto era muy gordo, que Haiyan no era una tormenta cualquiera, sino la más potente formada en lo que va de año y de las mayores de las que se conocían en los registros históricos, y pese a ello sus voces quedaron acalladas en el ruido de la actualidad. Sólo a medida que la cifra de muertos ha ido subiendo y engrosando ceros, y que las imágenes de televisión ofrecen ese panorama dantesco de destrucción infinita que tanto conmueve al espectador y encanta al realizador Filipinas y su tragedia ha conseguido abrir informativos y escalara hasta lo más alto de la portada de los periódicos. No durará mucho allí, como mucho un par de días o tres, y su estela se irá apagando, ya vendrá otra noticia de menor enjundia para ocultarla, y a los del tiempo se les volverá a no hacer caso. Y así hasta el siguiente desastre.

Hay veces en las que todo esto es justo al revés. Hace un año vivimos en directo la aproximación y llegada del huracán Sandy a Nueva York. Las cadenas televisivas reforzaron sus equipos en la ciudad no por si se los llevaba el viento, sino para retransmitir el espectáculo de un huracán en una ciudad del primer mundo. Sandy causó muertos y destrozos, sí, pero nada que ver con la catástrofe que ha provocado Haiyan en Filipinas. Y desde luego la cobertura mediática tampoco ha tenido nada que ver. Ha sido inversamente proporcional a los miles de muertos que ahora se pudren en unas islas del pacífico convertidas en cementerios improvisados, que no tardarán en ser olvidados.

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