Costas arrasadas, playas
desaparecidas, ciudades en las que antaño se levantaban edificios y viviendas,
muchas de ellas precarias y endebles, convertidas en amasijos de escombros y
basura, bosques desmochados, en los palmerales enteros se han convertido en
pilas de troncos apilados y rodeados de ramas arrancadas de cuajo. Y personas y
animales, pocos, que deambulan entre los restos, comprobando que la mayoría de
sus congéneres ya no se mueven y permanecen atrapados, muertos, entre lo que en
su día fueron sus viviendas o propiedades. Y un silencio que lo llena todo, un
agónico y mortal silencio.
Las
imágenes que llegan de la isla de Leite, en Filipinas, ofrecen una descripción
mucho más acertada que cualquier palabra escrita de lo que ha supuesto para
aquella zona el paso del tifón Haiyan, bautizado localmente como Yolanda,
de fuerza 5, la máxima posible, en el momento de su impacto contra la costa, y
que tras el paso por el país ha comenzado su proceso de degradación en su camino
hacia Vietnam, y el sur de China, donde se espera que llegue hoy convertido en
tifón de categoría 1 o depresión tropical, una tormenta seria pero nada que ver
con el monstruo que atravesó la isla filipina que ahora mismo es un erial. Tras
una catástrofe de este tipo surgen sentimientos humanitarios y de cooperación
con las víctimas, que están muy bien, por supuesto, pero en mi caso lo que
predomina es la pura e inútil rabia, porque a lo largo de la semana pasada
estaba clarísimo que este desastre se iba a producir y me da la sensación de
que se podía haber evitado, y no se ha hecho todo lo debido. Los huracanes, o
tifones, que son lo mismo, no son terremotos que no avisan, no. Se les ve
llegar. Desde
principios de la semana pasada los meteorólogos de medio mundo avisaban,
asustados, de la inmensa potencia que había adquirido Haiyan, de sus enormes
dimensiones y de las asombrosas cifras que lo caracterizaban, con una
presión en el interior de su ojo de menos de 900 hectopascales y con vientos
sostenidos que superaban en todo momento los 300 kilómetros por hora. Algo
demencial, un monstruo que a su paso por cualquiera de nuestros ricos países
hubiera dejado un rastro de destrucción y muerte de grandes consecuencias, pero
con una trayectoria que lo llevaba frente a la costa filipina las cifras de
víctimas potenciales se empezaban a disparar de manera descontrolada. El
gobierno filipino inició una evacuación que, las víctimas estimadas lo
demuestran, se quedó muy por debajo de lo que fue necesaria. Y mientras todo
esto sucedía allí, en los medios occidentales la noticia de la gestación y
aproximamiento de Haiyan a la costa se convertía en un breve que apenas lograba
notoriedad alguna, frente a tonterías de gran calado que llenaban portadas y
minutos de televisión. Algunos locos como los del tiempo de TVE, o divulgadores
como Jose Miguel Viñas o Emilio Rey clamaban como
profetas en medio del desierto, anunciando que esto era muy gordo, que Haiyan
no era una tormenta cualquiera, sino la más potente formada en lo que va de año
y de las mayores de las que se conocían en los registros históricos, y pese a
ello sus voces quedaron acalladas en el ruido de la actualidad. Sólo a medida
que la cifra de muertos ha ido subiendo y engrosando ceros, y que las imágenes
de televisión ofrecen ese panorama dantesco de destrucción infinita que tanto
conmueve al espectador y encanta al realizador Filipinas y su tragedia ha
conseguido abrir informativos y escalara hasta lo más alto de la portada de los
periódicos. No durará mucho allí, como mucho un par de días o tres, y su estela
se irá apagando, ya vendrá otra noticia de menor enjundia para ocultarla, y a
los del tiempo se les volverá a no hacer caso. Y así hasta el siguiente
desastre.
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