Traía el Domingo El País una
entrevista en exclusiva que tenía mucho jugo y contenido, pero que sobre todo
demostraba que lo que creemos novedoso no es sino la repetición de cosas
pasadas, las mismas de siempre, pero envueltas en modernidad que las hace
parecer diferentes. Disimulos que esconden la autenticidad, mero decorado que
impide comprobar que casi todo lo que ha pasado se repite siempre de una manera
muy similar. En el caso de los delitos, sus causas y fuentes casi siempre son
las mismas, y el final de los que los comenten, en la mayoría de las ocasiones,
es triste a más no poder.
Luis
Roldán era el personaje entrevistado. Un nombre que a todos pone en alerta
y trae recuerdos de décadas pasadas, un par más o menos, en las que la
corrupción estaba en boca de todos, en la que los delitos de guante blanco,
apropiación indebida, hurto, desfalco y estafa llenaban las portadas de los
periódicos, cuando altos cargos del gobierno se llevaban crudo el dinero
mediante comisiones, maletines y otros rudimentos por el estilo, y los
dirigentes de los partidos implicados lo negaban todo, y acusaban a los medios
de comunicación que denunciaban los casos de torpedear la democracia, de atacar
sin fundamento la honorabilidad de la clase política y de tratar de dar golpes
de estado y derribar gobiernos a base de infundios, calumnias y propagandas.
Seguro que todo esto les suena… Con Roldán la democracia española tocó el fondo
del pozo ético en el siglo pasado. Su desfachatez, sinvergonzonería y capacidad
para cometer delitos afectando a algo tan primordial como la seguridad del
estado y la imagen de los profesionales que a ella se dedican due mucho más
sangrante para una sociedad ya envilecida con las proezas de Mariano Rubio y el
resto de la “Beautiful people”, que robaban a manos llenas pero tenían pinta de
ladrones honrosos, produciendo en las víctimas la sensación de placer que
induce Cary Grant cuando roba en sus películas. Roldán era otra cosa. Era un
trepa, un sujeto ajeno a la casta, un hombre de aspecto rudo, fornido, sucio,
deslavazado, sin imagen, prestigio ni porte, muy parecido a cada uno de
nosotros, que podría pasar por cada uno de nosotros, un señor a quien los
trajes no le quedaban bien, que parecía llegado de su pueblo a la capital, y
que podía generar empatía en el español medio por la sensación de ser uno más.
En sus manos acumuló un inmenso poder, que casi le llevó a ser Ministro de
Interior, con un currículum exitoso, avalado por operaciones policiales de
altura y unos estudios que lo consagraban ante la dirigencia del PSOE como el
candidato idóneo para ascender hasta más allá de donde uno pudiera imaginarse.
Su carrera fue meteórica, y tan rápido como fue su crecimiento fue sonado su
estrellato. Las acusaciones de corrupción que empezaron a sonar en torno a él,
increíbles en un principio, consistentes con el tiempo, abrumadoras al final,
eran un rosario de delitos que requería varias páginas dobles en la prensa para
ser descritos con un mínimo detalle, o al menos esbozar las tramas que los
respaldaban. En medio de un clima de opinión pública exacerbada por lo que se
consideraba aun a traición absoluta, Roldán encarnó la imagen del corrupto en
la España de los noventa, más a mi entender que el citado Mariano Rubio o Mario
Conde. Era el personaje del que todo el mundo hablaba en aquellos tiempos, el ítem
contra el que descargar la ira. Recuerdo, en uno de los viajes mañaneros en
autobús a la universidad, a primera hora de la mañana, que en el programa de
radio que nos ponían el Abellán, que por entonces sonaba, se preguntó un día qué
palabra se podía formar con las letras del apellido ROLDÁN, y uno de los
colaboradores dijo LADRÓN. Y todos estallamos en carcajadas. Esa era la
relevancia de Roldán por aquel entonces.
Hoy, más de veinte años después, la imagen que
ofrece Roldán es patética. Avejentado, enfermo, aparentemente sin recursos,
negando tener acceso a los millones de euros que se le suponen escondidos, es
la viva imagen de un juguete roto por la codicia y abandonado por los que una
vez fueron sus socios y superiores, a los que creyó parecerse y comprender, y
que en cuanto pudieron le abandonaron en la cárcel. Denuncia que sí, el robó,
como casi todos por aquel entonces, desde el primero hasta el último, y que sólo
él ha pagado. Lean la entrevista, es muy buena, y puede que, dentro de veinte
años, veamos otra similar con un tal Bárcenas, en la que ofrezca la misma
sensación de abandono y fracaso, echando las culpas a todo el mundo.
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