Este fin de semana se ha
alcanzado en Ginebra un importante acuerdo entre Irán y las potencias
occidentales, encuadradas dentro del denominado 5+1 (EEUU, Rusia, China,
Francia, Reino Unido, más Alemania y la UE) para
frenar la expansión del programa nuclear que desarrolla, desde principios de
los noventa, el régimen de Teherán. Ha sido la culminación de varias rondas
negociadoras públicas y, al parecer, numerosos contactos secretos,
desarrollados a lo largo del último año, con el fin de encauzar una situación
que llevaba enquistada demasiado tiempo. Y lo cierto es que hace un año el
acuerdo parecía imposible, lo que muestra que las cosas han evolucionado a una
rapidez no prevista ni siquiera por los propios negociadores.
El acuerdo es un poco extraño,
fruto de los inmensos recelos que existen entre las partes, síntoma de esa
desconfianza mutua que lleva décadas alimentándose y que tardará mucho tiempo
en desaparecer, si es que algún día lo hace. En la práctica, y para no entrar
en detalles, Irán se compromete a paralizar el proceso de enriquecimiento de
Uranio más allá de un determinado porcentaje de pureza, suficiente para
producir combustible para centrales nucleares pero insuficiente para elaborar
armamento atómico, y abre la puerta a las inspecciones internacionales a todas
sus plantas, tanto mineras como de producción de combustible, enriquecimiento y
reactores. El acuerdo establece un periodo inicial de seis meses de prueba que,
como en los contratos de trabajo, servirá para calibrar la disposición de las
partes, especialmente el régimen de los ayatolás, para cumplir la transparencia
y colaboración que implica lo firmado. Si en ese tiempo se ve que los
compromisos no se cumplen, o que Irán está jugando a un doble juego de destape
por un lado y ocultamiento por otro, las partes romperían sus compromisos y
volveríamos al estado anterior. Como contrapartidas Irán ve reducidas
notablemente las sanciones económicas que se le impusieron hace ya algunos
años, sanciones que han destrozado la economía del país, empobrecido aún más a
la población y privado a los jerarcas del régimen de los ingresos que obtenían
de la exportación de petróleo. Se le permitirá volver al mercado internacional
del crudo y, quizás lo más relevante, dejará de estar entre los regímenes
marginados por el mundo, volviendo a ocupar voz y presencia en la escena
internacional. No hay que olvidar que, transcurridos más de treinta años desde
el asalto a la embajada de Teherán, episodio en el que se basa la famosa
película Argo de Ben Affleck, EEUU sigue sin tener relaciones diplomáticas con
Irán, y en toda su estrategia exterior desde ese momento Irán figura entre las
naciones enemigas, en su momento como patrocinador de terroristas, cosa que se
mantiene en los listados internacionales sobre el asunto, hasta miembro activo
de lo que en su momento se denominó como el “eje del mal”. En fin, que Irán ha
estado toda la vida, y por méritos propios, seamos justos, en el grupo de los
países malos. Este acuerdo supone otorgar un reconocimiento, una visibilidad al
régimen como no la ha tenido nunca en las más de tres décadas que lleva en
vigor. Supone establecer un compromiso, un pacto, con el único país del mundo
regido por los chiís, con una teocracia islámica completamente opuesta a los
regímenes sunís que dominan en el resto de los países islámicos, y que
especialmente en la zona del golfo pérsico son potencias emergentes en lo que
hace a influencia diplomática y poder militar. Este acuerdo, desde el momento
de su firma, no sólo supone un cambio total en lo relativo al programa nuclear
iraní, sino que es todo un cambio en la estrategia de poder en esa zona. Su
dimensión es enorme se mire por donde se mire, y sus consecuencias son difíciles
de estimar, tanto en la región como en el conjunto del mundo.
Como es obvio, son precisamente las monarquías
sunís vecinas de golfo pérsico de Irán las que han recibido con peor cara este
acuerdo, descontando a Israel, ya que ven como su enorme, poderoso y eterno
enemigo consigue un respaldo internacional del que estaba muy necesitado. Ahora
el aliado norteamericano no tiene ojos sólo para lo que pasa en Riad o en Doha.
Teherán vuelve a ser un polo de atención para Washington, y se ha establecido
un canal de comunicación entre ambas ciudades que puede ser muy dañino para los
intereses de los sátrapas sunís que gobiernan en al lado suroeste del Golfo. Y
en Jerusalén este acuerdo ha caído como una bomba muy sucia. A ver si
mañana puedo analizar el porqué.
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