Nunca he tenido dudas de ello, lo
he pregonado a los cuatro vientos, a veces en entornos fecundos, otras ante
personas que no iban a prestarme atención, pero no me cansaré de insistir en
valorar a la música como una de las más nobles artes, de las más superiores
manifestaciones del alma humana, y fuente de vida y curación para esa alma, a
veces torturada por los avatares de la vida. Oír música que a uno le gusta es
uno de los mayores placeres de los que disponemos, y siempre genera bienestar.
Todos hemos experimentado esa sensación de plenitud alguna vez en la vida
oyendo música. Y sí, es maravillosa.
Este puente de Todos los Santos
he tenido la fortuna, en parte literalmente, de saciarme de gozo musical con
dos conciertos magníficos en los que he podido volver a experimentar esa
sensación de la música en directo, que no tiene nada que ver con la que uno
disfruta en casa, pese a que la técnica que existe en los hogares cada vez es
más refinada. Han sido dos conciertos distintos, ambos de música clásica, pero
de repertorio, intérpretes y formatos muy diferentes. El Jueves por la noche,
en una de esas carambolas que otorga la vida, pude asistir al Auditorio
Nacional al concierto que ofreció el contratenor Philippe Jaroussky y la orquesta
barroca de Venecia, con la dirección de Andre Marcon, con un repertorio
instrumental y vocal que nos situaba en la época del gran castrati Farinelli.
El Sábado por la mañana acudí a la Fundación Juan Marcha para, dentro de su
ciclo organizado en torno a la figura de la familia Bach, ver por primera vez
tocar el piano a Judith Jaúregui, una de las pianistas con mayor proyección de
nuestro país que, pese a su juventud, hace tiempo que dejó de ser una promesa
local para convertirse en una auténtica estrella a nivel internacional. Los dos
escenarios eran muy distintos. El Auditorio, inmenso, casi repleto, un marco
enorme para una gran música, que impone al espectador y, sin duda, al
intérprete. El salón de la Fundación Juan March es, por el contrario, más recogido,
íntimo, con cabida para varios cientos de personas, pero con unas dimensiones
mucho más manejables para el público asistente y, seguro, igualmente
intimidante para el artista que a ese escenario se sube. Y en ambos locales,
con distintos contextos, repertorios, público e intérpretes, se alcanzó la
misma magia, la misma sensación de poder absoluto por parte del protagonista,
la música, que lo inundaba todo. Cuando Jaroussky sostenía esas notas casi
imposibles, a un volumen liviano, que más que sonido era auténtico cristal que,
brillante y frágil, lo envolvía todo, el silencio de los miles de personas que
allí estábamos era total, y se notaba cómo aguantábamos la respiración mientras
el genio, con su voz, nos embriagaba. Era un momento de absoluta comunión entre
el púbico, absorto y entregado, y un genio que mostraba sus prodigios con
descaro y fuerza casi sobrenatural. Y esa misma sensación se pudo vivir en la
mañana de Sábado cuando Judith, en los pasajes lentos de las piezas, atacaba el
teclado casi acariciándolo, posando sus dedos sobre él como pidiéndole perdón,
rogándole que le otorgase el don del sonido, pero sin exigírselo, como
consiguiendo un favor del instrumento que, enorme y brillante en medio del escenario,
cual fiera sometida, fuera domesticado por el domador. Esas notas livianas
llenaban el aire como lo hacía Jarouskky en el Auditorio, y el efecto era
igualmente lisérgico. Todo era distinto, todo era diferente, pero en el fondo
era lo mismo. Cientos, miles de personas embriagadas por la música, y por el
placer de oírla, y pro el deleite de contemplar su perfecta interpretación.
En ambos casos el final de ambos conciertos se
saldó con un éxito rotundo. Minutos de aplausos interminables, bises, jaleos,
ruegos y agradecimientos que convirtieron ambas citas en una plenitud de gozo
para ejecutantes y asistentes, así
lo cuentan las crónicas del Auditorio y se lo relato yo como testigo. Como
tuve la fortuna y el privilegio de conocer a Judith tras el final de su
concierto el blog de hoy se lo dedico a ella, pero lo hago extensivo a todos
los músicos que el viernes nos deleitaron con su arte y, por extensión, a las
miles de personas que cada día, desde su trabajo esforzado, desde la docencia,
interpretación, divulgación o el puestos que sea, permiten que el milagro de la
música siga vivo entre nosotros.
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