El ascenso de China parece
imparable. Su enorme y continuo crecimiento, siempre entre rumores de burbuja
que no acaba de reventar, ha supuesto uno de los mayores cambios en la economía
y política mundial de estas últimas décadas. Si no descarrila es imposible que
a corto plazo no se convierta en la mayor economía del mundo por multitud de
parámetros, casi todo menos el de la renta per cápita, dada su inmensa
población y la desigualdad. Este crecimiento le ha otorgado poder, mucho poder,
que de momento ejerce de manera suave con los socios comerciales pero que, con
sus vecinos, empieza a exhibir con cierta agresividad.
Todos hemos defendido en algún
momento la teoría de que, como sucedió en otros países, el nuestro sin ir más
lejos, el crecimiento económico y la creación de una potente clase media serían
las palancas que acabasen destruyendo la dictadura que, aquí militar, allí de
partido único (en todas partes es siempre la misma) que rige los destinos del
gigante. El aplastamiento de la revuelta de Tiananmen, hace ahora veinticinco
años supuso un duro golpe a esta teoría, y cada año que ha pasado desde
entonces la ha debilitado aún más, dejando a muchos, a mi sí, sorprendidos y
sin respuestas claras que ofrecer. Y justo en este momento, tras un cuarto de
siglo de aquella intentona, vuelve a resurgir un movimiento popular masivo de
protesta contra la dictadura, esta vez en Hong Kong. Algunos medios se han apresurado
a establecer comparaciones con lo que pasó en Beijing hace tantos años, y me ha
parecido un falso ejercicio en el que casi nada, salvo el poder del partido
comunista, es igual, empezando porque, de momento, y afortunadamente, no hay
víctimas en esta revuelta. Hong Kong tiene un estatus especial dentro de China.
Tras su devolución por parte del gobierno británico en 1997, la colonia
mantiene prerrogativas políticas que no existen en el resto del país, conserva
una enorme influencia anglosajona en todos los aspectos de su vida y muchos de
sus habitantes tienen doble pasaporte, vinculando a Beijing y Londres. El
gobierno chino se comprometió a tratar de manera especial este enclave, en lo
económico y en lo político. En el plano de los negocios ha sido fácil, y de
hecho otras urbes chinas, especialmente Shanghái, han sufrido un disparo económico
en estos años que las han convertido en auténticos centros de capitalismo
salvaje, quitando la preminencia que mantenía en este sentido la colonia, que
ya no es la joya comercial que fue. En lo político la cosa ha sido más
compleja. A medida que han pasado los años las elecciones libres y demás
aspecto que consideramos normales en las democracias occidentales han ido
siendo saboteadas por el gobierno chino, introduciendo trabas cada vez mayores,
a medida que el poder de la colonia se reducía y el del país que la acoge crecía.
Llegados a un punto en el que sus votaciones son poco más que un proceso de
refrendo de unos candidatos escogidos desde Beijing, miles
de habitantes de Hong Kong, especialmente jóvenes, han visto que salir a la
calle y echarle un pulso al régimen es la única alternativa que les queda para retener
lo poco de democrático que conserva su ciudad. Sentadas, manifestaciones,
paraguas al viento y sobre las cabezas para protegerse de la lluvia tropical…
el centro financiero de la colonia es estos días una imagen de revuelta, pacífica
y serena, frente a la dictadura comunista que, de momento, no se decide a
actuar en ningún sentido.
Y esto, lo que haga el régimen, es
trascendental. Se ve como remota la posibilidad de una intervención armada que
sofoque la revuelta, y como más lógica la de no conceder nada y esperar a que
los ánimos se aplaquen, pero es muy difícil saber lo que acabará sucediendo, y
Beijing sabe que si afloja la mano aquí es probable que en otros puntos del país
pueda surgir, quizás no ahora, pero si en poco tiempo, protestas similares. Desde
las autoridades se ha lanzado un mensaje al mundo en contra de cualquier tipo
de injerencia, ante el que nadie ha prestado. Y es que China sabe que ha
alcanzado una posición de dominio en el mundo como para hacer lo que le venga
en gana sin que ello le suponga penalización alguna. Así de cruda es la dura
realidad.
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