Cuando, de pequeño, empecé a leer
literatura fantástica, te encontrabas una y otra vez con momentos en los que
determinadas palabras, usadas como conjuros, desataban fuerzas sobrenaturales
que el protagonista utilizaba para el bien o el mal, según hubiera determinado
su creador. Palabras que, o por su grafía, por cómo sonaban, o por cualquier
otro motivo, invocaban fuerzas superiores y servían de vínculo entre los
hombres y, digámoslo de una manera, los dioses. A veces, tras leer, jugando,
uno imaginaba ser uno de esos personajes y utilizaba esas palabras, que no
producían efecto real, pero sí en la emoción.
Con el paso de los años y los
muchos libros, descubres que las palabras mágicas ya no son aquellas que uno
invocaba en las tardes de juegos infantiles, y que la magia en sí misma, ya no
tiene un componente sobrenatural y omnipresente, sino que es algo que pertenece
en exclusiva al mundo de la imaginación. La relectura de alguna de esas novelas
se realiza desde una posición mucho menos ingenua, pero siguen produciendo
placer, porque están bien escritas, y tras muchos y muchos libros leídos
empiezas a darte cuenta de que la magia, el poder, no se encuentra en unas
palabras dada, en unas fórmulas o rituales, sino en la gracia que el autor ha
tenido a la hora de escribir las historias. Ya no invocas unos términos, sino
unos personajes y argumentos, que más o menos complejos, te han llegado hasta
el fondo. Empiezas a comprobar que eso que llamamos literatura, que a veces se
estudia como una mera sucesión cronológica de escuelas, autores y fechas, es
sobre todo una colección de emociones, impresas, que llaman al corazón del
lector. Diálogos, párrafos, páginas enteras se convierten en puertas mágicas
que te emocionan, inquietan, alegran, sanan, divierten, y que incluso pueden
llegar a cambiarte la vida. Y es entonces cuando descubres el enorme poder de
las palabras, la gracia que pueden tener si son utilizadas de manera correcta,
no sólo gramatical, que eso es sencillo, sino emocional. Cuando te encuentras
con un maestro en el arte de juntar palabras, como diría Javier Gomá, lo
descubres sin que ninguna profesora o estudio te lo avale, porque logra
emocionarte. Es muy grande mi admiración hacia aquellos que, en un momento
dado, se pusieron a escribir y lograron transmitir sus ideas, mensajes y
sentimientos de una manera que no sólo puedan ser compartidos por otros a
través de la lectura, sino también percibidos como propios mediante la emoción.
Hay muchísimos autores que a lo largo de la historia lo han conseguido, muchos
de ellos consagrados, seguro que muchos más desconocidos, y cuando uno abre un
libro, o pulsa el botón de una pantalla, y se introduce entre los renglones
practicando ese disfrute que llamamos leer, puede encontrarse con un texto que no
le llame, que no le diga nada, o que sea rutinario, sin contenido. Pero a
veces, muchas, pocas, pero sin duda siempre alguna, ese texto nos atrapa, nos
llama, reconocemos en esas letras no el tipo, la composición, los verbos y
adverbios, sino una voz clara, que nos habla a nosotros mismos, que nos cuenta
algo que es nuestro. Ese desconocido autor, o famosísimo, qué más da, está
contando algo que me ha pasado a mi, que lo noto como propio, que no es una
mera confesión privada, sino una experiencia que puedo compartir, y entonces la
magia de la infancia vuelve con toda su fuerza, la emoción del juego lo llena
todo, la sensación de que el lector es el personaje y se involucra en la trama
se convierte en una vida plena que suplanta a la que nos rodea allá donde
estemos leyendo, y el poder de la palabra nos transforma. Ese es un momento único,
que todo lector creo que ha sentido alguna vez en su vida, y que justifica para
siempre el trabajo del escritor, que muchas veces ni puede saber cuándo y con
quién se ha dado ese instante de comunión.
Ayer, unas palabras que leí en el funeral de
Jose Domingo, mi, nuestro compañero de trabajo, escritas en este blog hace una
semana, lograron que algunas personas, familiares y allegadas a él, se
emocionaran, y así me lo transmitieron cuando acabó la ceremonia. Yo no sabía
que responderles, salvo darles las gracias, pero creía ver en sus ojos, llenos
de tristeza como los míos, una mínima luz, que si era fruto del torpe ejercicio
que había compuesto, la consideraba como el mayor de los logros posibles,
obtenidos con la peor de las causas. Nada podrá cubrir el vacío que él nos
deja, pero parece que algunas palabras contribuyeron a un instante de consuelo.
No hay pena más grande. No hay mayor gratitud posible.
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