Publicaba ayer un
interesante artículo El País sobre los problemas de avalanchas y de exceso de
visitantes en los museos, obviamente más en unos que en otros, y en la
invasión de esa condenada manía del selfie, la autofoto de toda la vida, que
genera escenas absurdas en las que cientos de personas se colocan de espaldas a
la obra que han ido a visitar para fotografiarse con ella, logrando atestar una
sala en la que la mayor parte del público no mira el objeto que, en teoría, le
ha llevado hasta allí. El artículo venía ilustrado por una escena de la sala
del Louvre en la que se expone la Mona Lisa, con decenas de visitantes
levantando al unísono sus móviles y cámaras para inmortalizarla.
Hace unas semanas visité el
Louvre, y vi esa misma escena en persona, en una sala enorme, casi del tamaño
de una cancha de baloncesto, en la que pocos eran los cuadros expuestos, y
donde todos los ojos sólo se fijaban en un lateral, completamente dedicado a la
imagen del cuadro de Da Vinci, icónico como pocos y de escaso tamaño, rodeado
de una turba que resultaba bastante más espectacular que la propia pintura.
Allí lo asombroso no eran los cuadros, que eran casi imposibles de ver y de
disfrutar, sino las dimensiones del espacio, la cantidad de gente que había y
el ruido incesante de proveniente de las voces que todo lo llenaban. Pero
todavía me quedaba por ver lo peor. Tras salir de esa sala me encaminé hacia
otra ala del edificio y pasé por una majestuosa escalera en la que luce, recién
restaurada, la escultura de la Victoria de Samotracia, sobre un pedestal de
piedra en forma de navío. La figura impone mucho, y en el lugar en el que se
encuentra aún más. Pero allí volvían a estar las avalanchas de turistas,
mayoritariamente orientales, que trataban de acercarse lo máximo posible al
pedestal de la estatua para sacarse la foto con ella. Conseguí rodear la
marabunta en un momento de descuido general y ponerme en el lado en el que se
encontraba la vigilante de la saña, es un decir. Una chica joven de veinte y pocos
años, con una cara de tristeza inabarcable, que cada dos por tres daba palmadas
y gritos para que los niños (y bastantes adultos) no trepasen por la estatua,
pero que apenas se le podía oír en medio de un tumulto descontrolado. Más que
su garganta allí hubiera sido necesario un silbato, porra y un refuerzo
policial. En una de estas, asombrado como estaba de lo que veía, llegó una
nueva excursión de japoneses, y se hicieron con el control del poco espacio que
quedaba libre en aquella escalera. Llegaron hasta donde estaba yo y la
vigilante, y los guías de la excursión obligaron a que nos retiráramos para
poder explicar algo a su tropa de turistas desde la nueva zona conquistada. La
vigilante se levantó y, antes de que pudiera pensar en nada, dos de los
turistas cogieron su silla, la pegaron y la retiraron a una esquina, en medio
de la cara de asombro e impotencia de ella, que parecía a punto de ponerse a
llorar. Yo, que estaba a unos metros del lugar, en una posición similar a la de
un viajero de la línea 10 de metro de Madrid en hora punta, tenía claro que ya
no me encontraba en un museo, pero no era capaz de afirmar dónde me ubicaba. Parte
de mi quería pegar unos buenos gritos, expulsar a la tropa nipona y restaurar
la posición de control de la vigilante, pero la cobardía, el no saber francés y
quién sabe cuántas excusas más me impidieron hacer nada. Cuando el grupo se fue
la vigilante pudo volver a coger su silla y sentarse, escogiendo esta vez un
segundo plano, casi buscando protección en las barandillas. Me acerqué a ella,
traté de darle ánimos y le comenté que aquello, más que un museo, era una
discoteca. Me miró con una cara de agobio que lo decía todo, y algo me comentó
en francés, de lo que sólo pude sacar un concepto en claro en medio del ruido
de la estancia. “Merde”.
El resto de mi visita, a salas llenas de joyas
en las que había muy poca gente, estuvo ocupada por la imagen de esa pobre
chica, que quizás era voluntaria, o no, que a buen seguro le gustaba el arte, y
veía como el museo, que a buen seguro durante parte de su vida había sido un
lugar de veneración y objeto de culto, se había convertido en su mayor
pesadilla. Con esa cara grabada en todo momento apenas pude disfrutar del resto
de mi visita, y al terminar, en el atrio bajo la pirámide que sirve para
distribuir los flujos de visitantes, con miles de personas bajo mis pies, me
hacía algunas de las preguntas que se formulan en el artículo citado,
encontrando sólo respuestas que no me gustaban.
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