Tenía que acabar sucediendo, era
una mera cuestión de probabilidad. Tantos vuelos internacionales, casos
desconocidos y estancias de ida y vuelta podían acabar conduciendo a que, como
así ha sucedido, un
nacional occidental llegara de vuelta a su país con el virus del Ébola en el
cuerpo. Ha pasado donde casi siempre pasa casi todo, en EEUU, y ahora un hospital
de la tejana ciudad de Dallas es el centro informativo de ese país y, lo que
ello implica, de medio mundo. Parece que las cosas están bajo control en lo que
hace al paciente y sus contactos, pero el nerviosismo crece ante un nuevo paso
en el progreso de la enfermedad.
En general la actitud de los
países occidentales, y del resto del mundo rico, ante los países africanos que
sufren la epidemia es, por decirlo de una manera suave, desoladora. Se nota por
todas partes que no nos importa en lo más mínimo lo que suceda allí, que da
igual que mueran cientos, o miles, a causa de ese virus o de cualquier otro. Lo
del Ébola nos preocupa porque, como en el caso de Dallas, pueda llegar a
afectarnos, pero si los muertos hubieran sido por una inundación, u otra de las
muchas guerras que asolan esas zonas, la noticia apenas hubiera supuesto un
breve en una perdida columna de internacional. Al leer esto muchos negarán con
la cabeza, pero creo que es esa, la desidia, el olvido, la sensación que
transmitimos. Los únicos que han ido allí a luchar contra la enfermedad, y que
llevaban décadas trabajando con la población local, son unos misioneros y
cooperantes, vistos como locos por la inmensa mayoría de la población, que en
los casos en los que se han visto infectados y han sido repatriados para morir
en casa han sido acusados por muchos como portadores de una nueva peste, en
medio de acusaciones frívolas del riesgo que suponía su retorno. Tristísimo. Y
la realidad demuestra que el riesgo de contagio no está en las personas que,
sabiendo que están enfermas, son traídas de vuelta en las condiciones de
seguridad necesarias, sino en aquellas que no saben que portan la enfermedad y
que vuelven a casa tan tranquilamente. Hoy, como cuando vinieron los dos
religiosos que en España han muerto, el Ébola volverá a ser noticia, porque lo
sentimos cerca, porque en un hospital de blancos ricos occidentales, rodeado de
jardines y coches grandes, un enfermo lucha por su vida. Y eso nos conmueve
mucho menos de lo que nos alarma. Se dice una y mil veces que el Ébola no se
transmite por el aire, como la gripe, sino por el contacto físico con el
paciente, especialmente a través de sus fluidos (sangre, sudor, saliva, etc) y
que la virulencia del virus para extender el contagio crece a medida que el portador
está más enfermo, siendo la máxima cuando está agonizando o en el día de su
muerte. Por ello, con un protocolo de aislamiento y unas medidas de seguridad
razonables se puede impedir el contagio y extensión. Pero lo que no pueden
parar las mascarillas y los guantes es el miedo. En los ochenta la mera mención
del SIDA generaba oleadas de pánico, descontroladas, irracionales, sinsentido.
Se repetía una y miles de veces que era difícil contagiarse de la enfermedad si
no se realizaban prácticas de riesgo, pero de nada servía. Aún hoy, en las
afueras de Durango, cerca de Elorrio, se puede ver desde la autopista las
ruinas de un colegio religioso, el María Goretti, que en esa época se cerró
porque un niño tenía la enfermedad, y el miedo se extendió por las aulas y
casas. Los padres fueron sacando a sus hijos del centro y al final quebró. Y
sigue como recuerdo al pánico, que es tan difícil de frenar.
Quizás el caso norteamericano tenga el reverso
positivo de convertir, ahora sí, a esa enfermedad en un rentable negocio y
estimule a los laboratorios que tratan de buscar una vacuna. Aunque lo
neguemos, sabemos que todas las vidas no valen igual, y que la de un occidental
es preciosa. Ayer
esas empresas tecnológicas experimentaron grandes subidas en bolsa al saberse
la noticia, sobre todo la canadiense Tekmira, con un alza del 30,9%. Ojalá
la investigación avance, la vacuna se encuentre, y pueda ser utilizada en
Dallas, en Houston, en Madrid y, sobre todo, en Monrovia, Freetown o Conakry, que
es donde más falta hace, donde más se la necesita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario