martes, octubre 28, 2014

España arde en corrupción y Rajoy, como Nerón, toca la lira


Es imposible seguir los casos de corrupción que asolan España a la velocidad a la que son descubiertos. Unos y otros se solapan y compiten, se pegan y aplastan en las portadas de los medios, cada cual más aparatoso, sucio, rastrero y caro, con personajes conocidos que no dejan de aumentar en cantidad y rango, y extienden sobre el país una inevitable sensación de podredumbre generalizada, de asfixiante bochorno ético, de puro asco ante lo que se contempla. Parce que se ha instalado una feria en la que el caso más grande tuviera premio, o se llevara honores. Es desolador.

El caso conocido ayer destroza gran parte de la estructura del PP en la Comunidad de Madrid, uno de sus feudos históricos, ha llevado a la cárcel a varios alcaldes de localidades relevantes, uno de ellos, el de Parla, del PSOE, y ha logrado la detención de Francisco Granados, hasta hace un par de años el segundo en el poder regional tras la absoluta Esperanza Aguirre, que ayer pidió perdón y expresó vergüenza, pero que no hizo lo que debía. Dimitir. En medio de este nivel de podredumbre las palabras de los dirigentes políticos suenan no sólo huecas, sino falsas. El PP, por su responsabilidad de gobierno, y el PSOE en segunda línea, corren el riesgo de ser barridos en las urnas por un populismo barato y fantasioso, encarnado en Podemos, que ve como estos casos le hacen la campaña de una manera casi automática. Y ante esta situación, ¿qué hacen los dirigentes de los partidos políticos señalados? Nada, en la práctica nada. Pedro Sánchez, que todavía no controla un PSOE deslavazado, ofrece imagen modernista, pero un discurso hueco y que apenas resulta creíble en medio de tanto ruido. ¿Y Rajoy? Ni eso. Parapetado en la Moncloa, reinando sobre él su clásica estrategia del avestruz, escondido esperando a que pase la tormenta y no le salpique, la cobardía que demuestra Rajoy ante los problemas reales empieza a ser patológica. Es cierto que su estrategia de actuación, que no ha variado un ápice en todas las décadas que lleva en política, le ha funcionado, le ha servido para escalar puestos y llegar al máximo de la carrera de un político en España, la presidencia del gobierno, pero su nula capacidad para mostrar empatía pública y una comunicación nefasta le han convertido en un personaje extraño, que se sitúa por encima del bien y del mal, que pretende pasar sin gobernar, que no quiere romper cosas en su partido para no herir sensibilidades históricas, y que no parece darse cuenta de que preside una formación política que se deshace como un castillo de arena ante los golpes de las olas judiciales. Y sobre todo, que preside un país. Que es el presidente de una nación asustada, alucinada, enfadada, indignada, en la que millones de personas se han visto obligadas a realizar sacrificios, algunos muy necesarios, otros pensados con los pies, y que contemplan como semana tras semana su esfuerzo es consumido, a un ritmo de cientos de millones de euros por caso corrupto, por personajes públicos que en muchos casos demandaban esos sacrificios y, en todos ellos, alardeaban de su ejemplar conducta. La situación empieza a estar fuera de todo control y, como se vio en el caso del Ébola, la estrategia cobardica de Rajoy sólo se vence cuando la marea está a punto de tragárselo. Día a día, gestión a gestión, la credibilidad del gobierno cae a pasos agigantados, y la estatura moral de quienes en él permanecen se ve empequeñecida por cada vez que, aferrados a un cumplimiento de la ley que proclaman como guía y norte, muestran una ejemplaridad negativa, en la que ni la ley ni la moral son guías de su actuación, sino meros estorbos en su propósito de mantenerse en el cargo.

Poco a poco este escenario empieza a parecerse cada vez más a los años que fueron de 1993 a 1996, con un PSOE en descomposición, con corruptelas diarias y un González que se deshacía en medio de la podredumbre. En aquellos años su orgullo le cegó y le condenó a la derrota y el oprobio. Ahora Rajoy, enfrentado a una situación que se le parece bastante, puede ser devorado por esas llamas que contempla, sereno, desde la casa del consejero Arriola que, junto a otros, le conducen al patíbulo. Deberá vencer su cobardía si quiere volver a ganarse parte del respeto y credibilidad que, en gran medida, ha perdido. Sino, su carrera estará finiquitada, y los populistas, que son aún más falsos y demagógicos, verán cómo se alfombra su camino hacia el poder. Y la sociedad española, por culpa de nuestra codicia e ignorancia, perderá nuevamente. Perderemos. Como siempre

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