El llamado Mar Muerto es un lago
muy salado sito en una depresión en el oriente europeo, en Israel. Se llama así
porque su salinidad impide que los peces puedan vivir en él. Es objeto de
atracción turística por ser uno de los puntos sobre la tierra sitos a menor
nivel, está por debajo de las aguas marinas que le corresponderían, y porque la
salinidad incrementa la flotabilidad, haciendo que sin esfuerzo alguno todos
los que en él se meten floten. Es un lugar curioso y, por lo que parece, de
recomendable visita. Sin embargo, al paso que vamos, el término “Mar muerto” va
a hacer referencia al Mediterráneo, convertido en una fosa común para miles de
inmigrantes que, huyendo de su desgracia, se hunden en su fondo.
Ayer
se supone que fueron varios cientos, aunque no está claro el número exacto
ni, probablemente, cabe sabiéndose nunca. Lo más asombroso de este drama,
inasumible, es que ocurre a nuestras puertas, en la acera que da acceso a
Europa. No pasa en un lugar remoto del que apenas podemos enterarnos y donde
las montañas o los regímenes dictatoriales impiden saber lo que sucede. No, no,
pasa aquí, delante de nosotros, todos los días. Nos enteramos de ello… y no
hacemos nada. No hay manifestaciones ni muestras cívicas de condena. No hay
convocatorias de minutos de silencio, declaraciones institucionales, concentraciones
a las puertas de los ayuntamientos o instituciones. Las redes sociales no
hierven con el tema, y por no haber ni existe un estúpido “hastag” para que los
internautas nos sumemos y mostremos así nuestra condena de pacotilla sin
compromiso alguno. Ni si quiera hay postureo. Anda. Una absoluta indiferencia,
un abandono decidido, consciente y meditado. Los gobernantes europeos no actúan,
no se reúnen, no acuerdan nada, pero en esto apenas hay voces que les
critiquen. ¿Por qué? ¿por qué sucede este sinsentido? Porque el europeo,
sentado en su sofá a la hora de las noticias, sabe en su fuero interno que esos
inmigrantes, ahogados, asfixiados, rescatados, concentrados, como toque ese día
la noticia, son competencia. Competencia para su puesto de trabajo, para la
plaza de su hijo en el colegio, para el turno de asistencia médica en el
ambulatorio, para la guardería del niño, para el asiento del transporte público,
para el cobro de ayudas sociales, para la cola del desempleo, para las pruebas
de acceso a la universidad… son competencia, y si no llegan, mejor. Nadie lo
dice así, pero el silencio de la sociedad ante este drama esconde este
pensamiento tan comprensible, a la vez que mísero y cobarde. Y los políticos lo
saben, perfectamente, y por eso actúan como lo hacen, sin hacer nada, a
sabiendas de que todo lo que hagan, gasten o se esfuercen a favor de los
inmigrantes les supondrá, de manera callada pero continua, menos votos. Por eso
las autoridades no actúan, porque representan a una sociedad que no quiere actuar,
nos representan a nosotros, a usted y a mi, a los que si nos pregunta una
encuesta por la calle nos mostraremos compungidos e indignados por lo que
sucede, pero que tras salir del foco de la cámara cambiaremos de opinión, y
muchos de los indignados se mostrarán, si no satisfechos, aliviados porque un
barco hundido es menos competencia. Los votos de los partidos xenófobos crecen
en toda Europa, y me temo que más que lo harán, y esa corriente populista que
tan fácil es de detectar es la que permitirá a unos acceder o mantenerse en el
poder. Y en política luchar contra la corriente es, casi siempre, perder. Y un
político no quiere perder el poder. Vive para lograrlo y mantenerlo, no para
perderlo.
Por
eso oír las declaraciones de ayer de Ángela Merkel en las que instaba a la “rica
Europa a actuar de manera solidaria” resultaba realmente asombroso, porque
cada una de esas palabras que pronunciaba le suponían cientos, miles de votos
perdidos. Cada letra era para ella un pataleo por parte de los ciudadanos no sólo
de Alemania, sino del resto de la “rica Europa” que no quiere cambios ni saber
nada ni sacrificarse. Ayer Ángela Merkel hizo un discurso de estadista, no de
populista, se atrevió a decir lo que nadie quiere oír. Gustará más o menos,
pero es la única que ha mostrado la valentía para decir en público lo que nadie
quiere admitir en privado. Ayer Ángela Merkel actuó, por primera vez, y de
manera notable, como la presidenta coherente de Europa.
Subo a Elorrio y me cojo el Lunes festivo. Pásenlo
muy bien y feliz final de agosto