El sábado por la tarde, sin
avisar, de improviso, cuando nadie lo esperaba, Rafael Chirbes murió. La
noticia me pilló de improviso en un lugar muy turístico de Madrid, consultando
en el teléfono la actualidad, y me ensombreció el día. Esas no son formas de
irse, comentaban muchos de los que sigo, apenados por la sorpresiva pérdida de
una de las voces más propias y serias de nuestra literatura, que sólo desde hacía
unos pocos años había sido reconocida con la grandeza debida, sólo desde que la
actualidad, con sus noticias, decidió imitar a Chirbes.
Escritor no conocido por muchos,
Chirbes no es fácil de leer, o al menos no me lo parece. No deja resquicio al
descanso del lector, ni física ni emocionalmente. Sus obras, algunas breves de
poco más de cien páginas, otras largas de entorno a las quinientas, son hoscas,
duras, sin contemplación alguna con sus personajes y su entorno. No son
violentas en el sentido sanguíneo del término, sino en el moral. Alcanzó la
fama para el gran público con Crematorio, una crónica precisa del boom
inmobiliario en el levante, donde vivía. En ella los personajes, complejos y
poliédricos, no son caricaturas de buenos y malos, sino que presentan todos los
enveses posibles, destinados en su totalidad al lucro, a la usurpación, al
negocio para forrarse sea como sea. La novela fue adaptada como miniserie por
Canal Plus y eso hizo que muchos se fijasen en el autor de semejante trama, más
propia de una recia y dura novela negra norteamericana que de un escritor
español. Pero antes de esta, hubo muchas otras, como “Mimoun”, “la larga marcha”,
o “la caída de Madrid”, que las tengo leídas, y otras más, que cimentaron una
carrera lúcida, comprometida y, a la vez, tan propia como ajena a todos los demás.
Su última novela, “en la orilla” premio nacional de narrativa 2014, describe el
mundo después del estallido de la burbuja, el desastre que ha quedado tras
aquellas falsas luces, y es precisamente la coincidencia de la actualidad económica
y social de esta crisis lo que llevó a la relevancia a Chirbes. Algunos lo
bautizaron como el escritor de la crisis, como el narrador de lo que le estaba
pasando al país, y él siempre lo negaba. Decía que sus novelas siempre, antes
del estallido, han retratado la realidad social de su entorno, de su mundo, que
como hacía Galdos, su maestro, un genio al que siempre hay que volver, narraba
en ficción la realidad que existía en todo momento a su alrededor, y que no tenía
la culpa de que justo ahora los telediarios abrieran con las historias que él
había retratado. Justo este espíritu galdosiano le fue echado en cara en no
pocas ocasiones, acusándole de reaccionario, de antiguo, de vivir en un mundo
pasado de moda y alejado de las corrientes del momento. Él, que era muy suyo,
llevaba a gala el no estar en el mundo de las estrellas literarias. Vivía sólo,
junto con dos perros, en una pequeña casa de campo en un municipio valenciano, alejado
de los focos, las galas y los premios. Ajeno al círculo mediático en el que
viven muchos creadores, se resistía a conceder entrevistas, y cultivaba una
fama de ermitaño gruñón que hacía difícil su conocimiento para el gran público.
Muchos no reconocerán su imagen en los reportajes que se han publicado estos días,
pero sus escritos, que son inconfundibles, lo delatan. Vayan a ellos, acudan a
su obra, toda ella editada por Anagrama, y dejen que su crudeza les golpee y
zarandee como un árbol sometido al vendaval.
Le vi alguna vez, en la feria del libro, y en la
edición de este año traté de coincidir para que me pudiera firmar algunas de
sus obras, pero no hubo suerte. Apenas había otra opción para coincidir con él,
dada su alergia ya mencionada a actos y promociones. Ahora, con sólo sesenta y
seis años, y víctima de un fulminante cáncer de pulmón, se ha marchado, sin
hacer ruido, tal y como vivió. Ya sólo nos van a quedar sus escritos, sus
textos, su pensamiento puesto en letra, porque su voz y futura escritura ya sólo
será un recuerdo de lo que pudo ser y no fue.
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