lunes, agosto 03, 2015

Mis recuerdos del Café Comercial

Leer la prensa junto a un café, pasar las hojas con texto e imágenes, informándome y disfrutando de la lectura. Oír el tintineo de vasos, tazas y demás enseres, el paseo de camareros cargados con desayunos pedidos desde esa o aquella mesa. La calle, cuya luz se filtra por las grandes ventanas que alcanzan hasta el techo, uno de esos altísimos que denotan la edad y solera del edificio. Voces susurrantes que se expresan en múltiples lenguas y que, por causa del azar o el deseo, se han reunido en un mismo lugar a disfrutar del desayuno y el tiempo. Ese tiempo que pasa junto a la ventana y no cesa.

Muchas son las mañanas de Domingo que he pasado en el Café Comercial de la Glorieta de Bilbao, el más antiguo de los de su especie que sobrevivía en Madrid, y que tras su cierre obliga a usar todos los recuerdos a él referidos en un término pasado que resulta angustioso a la vez que triste. Iba a media mañana, a eso de las diez y media pasadas. Justo antes pasaba por el quiosco sito en frente de su puerta giratoria, compraba un par de periódicos y, armado con el papel, entraba al café, me sentaba en una mesa, casi siempre en la misma situación, y pedía un café con leche. El camarero que me atendía, que muchas veces era siempre el mismo, me miraba a menudo con cara de “sólo un café con leche” a sabiendas de que iba a pasar un buen rato sentado leyendo por un bajo “precio de entrada” pero no decía nada, y se iba a la barra a cantar mi pedido y otros muchos más. A esa hora el salón no estaba lleno, ni mucho menos, pero sí solía haber algunas mesas ocupadas, a veces las de los fieles, señores que tenían su sitio reservado y que, como una prolongación de su casa, lo usaban para vivir. La anexa boca del metro engullía y vomitaba gente de manera continua, y de estos últimos alguno siempre acababa entrando al café. A veces eran turistas, a los que se les veía con esa cara de perdidos que tenemos todos fuera de nuestro terreno habitual, otras eran lugareños de toda la vida, o personas silenciosas, parejas con o sin niños, jóvenes con pinta resacosa que acudían a por algo sólido tras muchas horas líquidas, personas que se citaban allí para verse, trabajar o contarse historias…. El salón era un ir y venir de personajes y situaciones que, muchas veces, hacían la competencia a la intensa actualidad que chillaba desde los titulares de la prensa. Miles de historias cruzadas, en las que se podían ver todos los rasgos y expresiones humanas, desde la tristeza profunda de alguien que necesita ser consolado, y ha quedado allí con quien pueda dárselo, a la de las alegrías de la celebración, pasando por los tipos grises, como yo, que leíamos la prensa y no hacíamos mucho ruido. No me he enamorado en el Comercial, pero sí he visto mujeres de belleza desbordante, solas o acompañadas, que en ese marco lucían con una elegancia imposible de igualar. A veces veías a alguna chica sola que, como yo, leía periódicos con un café, y te daban ganas de saber qué es lo que le había llevado hasta aquel lugar, cuál era su motivación para pasar una mañana disfrutando del mismo placer que yo buscaba. Huelga decir que nunca pregunté nada a ninguna, y que a partir de ahora esa pregunta, y ese mismo entorno, carecen ya de sentido.


No se por qué ha cerrado el Comercial. Quizás por motivos económicos, porque éramos muchos los que pasábamos tiempo con un café, o por que ha recibido una oferta irrechazable de una cadena de moda para montar otra clónica tienda de ropa, como las hay a millares, o porque como se ha publicado por ahí las dueñas estaban ya pachuchas y no querían seguir con el negocio. Sea como fuere, de manera brusca y sorprendente, el Comercial ha cerrado. Antes he dicho que no me enamoré en el Comercial, pero sí me enamoré de él. De su espacio, de su ambiente, de lo que significaba. Ahora sólo puedo, como cuando los amores se van, sentir su ausencia y dolerme por ella.

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