Leer la prensa junto a un café,
pasar las hojas con texto e imágenes, informándome y disfrutando de la lectura.
Oír el tintineo de vasos, tazas y demás enseres, el paseo de camareros cargados
con desayunos pedidos desde esa o aquella mesa. La calle, cuya luz se filtra
por las grandes ventanas que alcanzan hasta el techo, uno de esos altísimos que
denotan la edad y solera del edificio. Voces susurrantes que se expresan en
múltiples lenguas y que, por causa del azar o el deseo, se han reunido en un
mismo lugar a disfrutar del desayuno y el tiempo. Ese tiempo que pasa junto a
la ventana y no cesa.
Muchas son las mañanas de Domingo
que he pasado en el Café Comercial de la Glorieta de Bilbao, el más antiguo de los
de su especie que sobrevivía en Madrid, y que tras su cierre obliga a usar
todos los recuerdos a él referidos en un término pasado que resulta angustioso
a la vez que triste. Iba a media mañana, a eso de las diez y media pasadas.
Justo antes pasaba por el quiosco sito en frente de su puerta giratoria,
compraba un par de periódicos y, armado con el papel, entraba al café, me
sentaba en una mesa, casi siempre en la misma situación, y pedía un café con
leche. El camarero que me atendía, que muchas veces era siempre el mismo, me
miraba a menudo con cara de “sólo un café con leche” a sabiendas de que iba a
pasar un buen rato sentado leyendo por un bajo “precio de entrada” pero no
decía nada, y se iba a la barra a cantar mi pedido y otros muchos más. A esa hora
el salón no estaba lleno, ni mucho menos, pero sí solía haber algunas mesas
ocupadas, a veces las de los fieles, señores que tenían su sitio reservado y
que, como una prolongación de su casa, lo usaban para vivir. La anexa boca del
metro engullía y vomitaba gente de manera continua, y de estos últimos alguno
siempre acababa entrando al café. A veces eran turistas, a los que se les veía
con esa cara de perdidos que tenemos todos fuera de nuestro terreno habitual,
otras eran lugareños de toda la vida, o personas silenciosas, parejas con o sin
niños, jóvenes con pinta resacosa que acudían a por algo sólido tras muchas horas
líquidas, personas que se citaban allí para verse, trabajar o contarse
historias…. El salón era un ir y venir de personajes y situaciones que, muchas
veces, hacían la competencia a la intensa actualidad que chillaba desde los
titulares de la prensa. Miles de historias cruzadas, en las que se podían ver
todos los rasgos y expresiones humanas, desde la tristeza profunda de alguien que
necesita ser consolado, y ha quedado allí con quien pueda dárselo, a la de las
alegrías de la celebración, pasando por los tipos grises, como yo, que leíamos
la prensa y no hacíamos mucho ruido. No me he enamorado en el Comercial, pero sí
he visto mujeres de belleza desbordante, solas o acompañadas, que en ese marco
lucían con una elegancia imposible de igualar. A veces veías a alguna chica
sola que, como yo, leía periódicos con un café, y te daban ganas de saber qué
es lo que le había llevado hasta aquel lugar, cuál era su motivación para pasar
una mañana disfrutando del mismo placer que yo buscaba. Huelga decir que nunca
pregunté nada a ninguna, y que a partir de ahora esa pregunta, y ese mismo
entorno, carecen ya de sentido.
No se por qué ha cerrado el
Comercial. Quizás por motivos económicos, porque éramos muchos los que pasábamos
tiempo con un café, o por que ha recibido una oferta irrechazable de una cadena
de moda para montar otra clónica tienda de ropa, como las hay a millares, o
porque como se ha publicado por ahí las dueñas estaban ya pachuchas y no querían
seguir con el negocio. Sea como fuere, de manera brusca y sorprendente, el
Comercial ha cerrado. Antes he dicho que no me enamoré en el Comercial, pero sí
me enamoré de él. De su espacio, de su ambiente, de lo que significaba. Ahora sólo
puedo, como cuando los amores se van, sentir su ausencia y dolerme por ella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario