Llevamos un mal año en lo que se
refiere a incendios forestales. Las altísimas temperaturas, que no dejan de
batir records mes a mes, junto a una sequedad total, con la lluvia convertida
en mito en la mayor parte del país, unido todo ello a la imprudencia, desidia o
simple delincuencia, han hecho que los fuegos se hayan disparado respecto a
años anteriores, llevando consumidas hasta ahora tantas hectáreas como, hasta
estas mismas fechas, el acumulado de los dos años precedentes, que es cierto
que en lo meteorológico fueron más clementes. ¿Es el aumento de los incendios
otro indicador de la “recuperación”? quizás sí.
Me asombra, en el caso de los
incendios, la comprensión social que existe hacia ellos. Vemos día sí y día
también campañas de ecologistas que luchan contra la extinción de una especie,
o entorno natural, o denuncian vertidos. Asistimos asombrados a cómo la muerte
de un león en África adquiere relevancia mundial y todos nos debemos mostrar
compungidos al respecto. Pero ante un incendio, lo único que se oye es el
crepitar de las llamas y el silencio del terreno arrasado. No hay desastre
medioambiental que sea peor que un incendio. Todo queda arrasado por el fuego,
sea vegetal o animal, y esos árboles destruidos por las llamas tardarán muchos
muchos años en volver a rebrotar, y tras ellos vendrán las especies animales,
pero no antes. La desertización que sufren los terrenos incendiados los condena
a perder un valioso sustrato, lo que hará que las nuevas especies que crezcan
lo hagan peor y de una manera más débil, y eso si no llega en octubre una dura
tormenta que lo arrastre del todo, inunde de lodo el valle y aumente la
desertización de unos terrenos que, en nuestro país, están casi condenados a
ella dado el clima que tenemos. Y por no hablar de las pérdidas económicas en
forma de explotaciones agrarias o cultivos, casas de campo, e impacto en el
turismo de una zona que con los bosques arrasados pierde su reclamo. Todo es
horrendo en un incendio. Y sin embargo no se percibe en la sociedad esa sensación.
Parece que aceptamos con normalidad, incluso con gracia, el que llegue la “temporada
de los incendios”. Pasa un poco como sucedía hace años con las víctimas de tráfico.
Se veía normal que murieran siete mil personas al año, era una fatalidad, y
cada fin de semana con veinte o treinta muertos se trataba el asunto con la
irrelevancia del buen tiempo en verano. Ha costado mucho cambiar esa percepción,
inocular en la sociedad la idea de que el accidente de tráfico es una tragedia
que hay que evitar y se puede evitar, y que es delito provocarlos y atentar,
correcto verbo, contra los demás subido en un coche. Queda aún mucho por hacer,
pero empieza a no quedar impune matar conduciendo. Pues ese mismo proceso
tenemos que hacerlo, desde el principio, con los incendios forestales. Puede
haber accidentes, sí, pero la mayor parte de los fuegos se derivan de actitudes
negligentes o, malnacidos ellos, actos provocados. Debemos cambiar la
mentalidad para darnos cuenta de que un incendio es una enorme desgracia contra
la que hay que luchar, y que quienes los provocan también atentan contra nosotros
mismos. Duras penas de cárcel para los pirómanos es una medida que aún hoy se
ve con reparos, incluso son muchos los incendios provocados en los que todavía
no se han detenido culpables y están empantanados en los juzgados o despachos
administrativos. Hay que cambiar muchas cosas para lograr frenar esta plaga de
muerte que todo lo consume, y a todos nos toca hacer un trabajo al respecto.
Esta semana han sido los vecinos de la extremeña
sierra de Gata los que han vivido en sus carnes el miedo y la impotencia del fuego.
El incendio ha consumido gran parte del patrimonio forestal de muchos pueblos
de esa comarca y arrasado con sus cultivos, atacando
con fiereza los dos pilares, turismo y agricultura, en los que se asienta la
economía de esa zona. Esas localidades saben desde hoy lo que es ser una
zona catastrófica, se declare así oficialmente o no, y ahora tocará ayudar económicamente
a sus habitantes para que salgan adelante. Pero sus tierras y pinares, esos que
han sido destruidos, no volverán hasta dentro de varias décadas. Sólo pensarlo
llena de congoja.
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