miércoles, agosto 05, 2015

Sin ordenador no soy nada

Cuando he llegado al trabajo tenía varias alternativas sobre qué iba a escribir en mi artículo de hoy, a la hora habitual. Dudaba entre escoger algo de la actualidad, como los presupuestos de 2016, o el dilema de la inmigración en Europa, o en algo más personal, pensando sobre todo en la tarde que pasé ayer en compañía de unos amigos y compañeros de trabajo, que nos fuimos de visita a la casa de una amiga que ha tenido que ser operada de una rodilla, y pasa este agosto entre vendas, muletas y sillas de ruedas. Quizás el tema de las barbacoas en las largas tardes de verano diera juego, pensaba…

Pero este y otros pensamientos se han deshecho cuando he encendido la pantalla del ordenador y he visto que el monitor no me mostraba el mensaje de Windows para introducir contraseña, sino un texto en formato DOS con error de arranque. Suelo dejar en ordenador encendido entre semana, dado lo largo y tedioso que es el proceso de arranque en el trabajo, y evidentemente ayer se debió ir la luz o algo similar (seguimos de obras en el edificio) y el equipo se debió arrancar solo. Y no pudo. He pulsado el botón de inicio para empezar nuevamente la secuencia y, una y otra vez, obtenía un mensaje de error en la pantalla y se quedaba todo bloqueado en el momento en el que lo había descubierto al llegar mío. Es entonces cuando uno se empieza a poner nervioso. Otro intento, y otro, y el nervio se convierte en una ligera sensación de miedo que refresca el cuerpo mucho más de lo necesario en este cálido verano de 2015. Empieza uno a temer que todo lo que tiene en el equipo, tanto de trabajo como personal, se haya perdido, o no sea accesible, que para el caso es lo mismo, y recuerdas que la última copia de seguridad que hiciste de los archivos fue hace unos seis meses, y ese tiempo entonces te parece eterno, infinito, como una distancia sideral de miles de millones de años luz. Y los temas previstos en el blog desaparecen de la mente, y descubres que sin el ordenador no sólo el blog no existe, sino que no hay manera de hacer nada. Ni de escribir ni ver imágenes, ni compartir archivos... nada. El mismo concepto de archivo, ligado ya para siempre a un soporte virtual, se convierte en una entelequia. Vuelves al mundo primitivo de la mesa blanca, el papel y el bolígrafo, y te sientes perdido por completo, sin saber ni qué hacer ni qué decir. Pasadas las 8:20 de la mañana, sólo por completo en la oficina y sin que los del departamento de informática hayan venido, la sensación es desoladora. No hay ni compañeros a los que decirles si a ellos les ha pasado lo mismo, ni superiores, no hay nadie. Bajas a la planta en la que están los de informática y, obviamente, descubres que el resto de los mortales tiene en agosto unas costumbres que les hacen llegar a la oficina a unas horas menos indecentes y tempraneras que las mías, y como no tienes manera de mandarles un correo de aviso ni nada por el estilo, apuntas en un papel su teléfono y, de vuelta a la mesa, llamas de vez en cuando, esperando que una voz acabe por salir al otro lado de unos pitidos que, como telégrafo de principios de siglo, gritan un SOS para quien pueda recibirlo. Como un Titanic que se hunde, ansías que alguien responda, y a medida que pasa el tiempo y nadie lo hace, al sensación de que el agua sube es, literalmente, imparable.

Finalmente una voz aparece al otro lado del teléfono y me dice que va a subir. Y sube, y como caballero blanco al rescate de su medieval doncella, aparece por un pasillo vacío rumbo al ordenador que nada ordena. Tras varios experimentos y pruebas, conseguimos, sin saber muy bien cómo, que el equipo arranque, y yo agradezco infinitamente a mi salvador su ayuda que, tras “desfacer” el entuerto, se va por el pasillo. Y con todo en marcha, y la sensación de inseguridad bien metida en el cuerpo, me pongo a escribir este artículo del blog, con un tema nada agradable que no importa a nadie, menos a un hombre que sin la tecnología no es ni capaz de expresar su desvalimiento.

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