Cuando he llegado al trabajo tenía
varias alternativas sobre qué iba a escribir en mi artículo de hoy, a la hora
habitual. Dudaba entre escoger algo de la actualidad, como los presupuestos de
2016, o el dilema de la inmigración en Europa, o en algo más personal, pensando
sobre todo en la tarde que pasé ayer en compañía de unos amigos y compañeros de
trabajo, que nos fuimos de visita a la casa de una amiga que ha tenido que ser
operada de una rodilla, y pasa este agosto entre vendas, muletas y sillas de
ruedas. Quizás el tema de las barbacoas en las largas tardes de verano diera
juego, pensaba…
Pero este y otros pensamientos se
han deshecho cuando he encendido la pantalla del ordenador y he visto que el
monitor no me mostraba el mensaje de Windows para introducir contraseña, sino
un texto en formato DOS con error de arranque. Suelo dejar en ordenador
encendido entre semana, dado lo largo y tedioso que es el proceso de arranque
en el trabajo, y evidentemente ayer se debió ir la luz o algo similar (seguimos
de obras en el edificio) y el equipo se debió arrancar solo. Y no pudo. He
pulsado el botón de inicio para empezar nuevamente la secuencia y, una y otra
vez, obtenía un mensaje de error en la pantalla y se quedaba todo bloqueado en
el momento en el que lo había descubierto al llegar mío. Es entonces cuando uno
se empieza a poner nervioso. Otro intento, y otro, y el nervio se convierte en
una ligera sensación de miedo que refresca el cuerpo mucho más de lo necesario
en este cálido verano de 2015. Empieza uno a temer que todo lo que tiene en el
equipo, tanto de trabajo como personal, se haya perdido, o no sea accesible,
que para el caso es lo mismo, y recuerdas que la última copia de seguridad que
hiciste de los archivos fue hace unos seis meses, y ese tiempo entonces te
parece eterno, infinito, como una distancia sideral de miles de millones de
años luz. Y los temas previstos en el blog desaparecen de la mente, y descubres
que sin el ordenador no sólo el blog no existe, sino que no hay manera de hacer
nada. Ni de escribir ni ver imágenes, ni compartir archivos... nada. El mismo
concepto de archivo, ligado ya para siempre a un soporte virtual, se convierte
en una entelequia. Vuelves al mundo primitivo de la mesa blanca, el papel y el
bolígrafo, y te sientes perdido por completo, sin saber ni qué hacer ni qué decir.
Pasadas las 8:20 de la mañana, sólo por completo en la oficina y sin que los
del departamento de informática hayan venido, la sensación es desoladora. No hay
ni compañeros a los que decirles si a ellos les ha pasado lo mismo, ni
superiores, no hay nadie. Bajas a la planta en la que están los de informática
y, obviamente, descubres que el resto de los mortales tiene en agosto unas
costumbres que les hacen llegar a la oficina a unas horas menos indecentes y
tempraneras que las mías, y como no tienes manera de mandarles un correo de
aviso ni nada por el estilo, apuntas en un papel su teléfono y, de vuelta a la
mesa, llamas de vez en cuando, esperando que una voz acabe por salir al otro
lado de unos pitidos que, como telégrafo de principios de siglo, gritan un SOS
para quien pueda recibirlo. Como un Titanic que se hunde, ansías que alguien
responda, y a medida que pasa el tiempo y nadie lo hace, al sensación de que el
agua sube es, literalmente, imparable.
Finalmente una voz aparece al otro lado del teléfono
y me dice que va a subir. Y sube, y como caballero blanco al rescate de su
medieval doncella, aparece por un pasillo vacío rumbo al ordenador que nada
ordena. Tras varios experimentos y pruebas, conseguimos, sin saber muy bien cómo,
que el equipo arranque, y yo agradezco infinitamente a mi salvador su ayuda
que, tras “desfacer” el entuerto, se va por el pasillo. Y con todo en marcha, y
la sensación de inseguridad bien metida en el cuerpo, me pongo a escribir este
artículo del blog, con un tema nada agradable que no importa a nadie, menos a
un hombre que sin la tecnología no es ni capaz de expresar su desvalimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario