La noticia de que puede haber
cientos de muertos en el hundimiento de una barcaza repleta de inmigrantes en
el canal de Sicilia, hecho sucedido ayer, no logra, ni siendo Agosto,
encaramarse a lo más alto de los titulares de la prensa digital. A la hora que
escribo esto, 8:02 AM, ni El País ni El Mundo lo colocan arriba del todo. Sin maximizar
la ventana del navegador, en
el caso del diario de Prisa la noticia aparece tras diez pantallazos, con una
cifra de víctimas de en torno a 25, mientras que para el medio de propiedad
italiana son
siete los pantallazos para llegar a un titular secundario que alude a cientos
de víctimas mortales.
Y es que lo segundo que más
impacto me produce de toda la tragedia que está teniendo lugar estos meses,
años, con la inmigración en Europa, después del shock que supone el problema en
sí mismo y sus dramáticas consecuencias, es la absoluta indiferencia con la que
se vive por parte de la población del continente. Durante años los países que
somos frontera sur con la inmigración, especialmente España e Italia, hemos
sido tratados con menosprecio por los del norte, siendo acusados por estos
últimos de lesionar los derechos humanos de los inmigrantes por impedirles
saltar las vallas, como en el caso de Ceuta y Melilla, pero dejando claro que
no podemos permitir que lo hagan. En el caso del Mediterráneo es el mar, ese
bello y asesino mar, el que hace de eficaz valla, llevándose al fondo vidas
que, para muchos, no son un problema. Los problemas que desde hace semanas se
viven en el paso de Calais, boca de entrada francesa al eurotúnel que une al
Reino Unido con el continente, han hecho que la inmigración sea noticia de
portada en los países de destino de la misma, no en los de tránsito como es
nuestro caso. ¿Y cuáles han sido las medidas tomadas para solventarla? Poner más
vallas, alambradas y policía, y quizás, también, concertinas. Ha bastado una
semana de incidentes en Francia y quejas por parte de París y Londres para que
la Comisión Europea destine más dinero a este asunto (para comprar rejas) en
esos países que lo que se ha gastado en años para asistir al gobierno de España
o, sobre todo, Italia, que acoge a miles de refugiados sin ayuda alguna, lo
cual nos vuelve a demostrar que, no sólo en el caso del Euro, Europa es una unión
de diferentes con muy distinto poder e influencia. ¿Qué pasaría si Ceuta y
Melilla fueran francesas, o inglesas? ¿Cuán altas serían las vallas instaladas,
o afiladas sus concertinas? El inmigrante que se ahoga en el Mediterráneo es el
favorito para los políticos europeos pero, sobre todo, para la población de los
países, sí, para todos nosotros. Nos permite expresar una profunda congoja por
su destino, por lo injusto del mundo y por lo mal que va todo, pero ese hombre
o mujer que se hunde bajo las aguas no hará cola en “mi” centro de salud, ni
será competencia a la hora de encontrar “mi” empleo, ni sus hijos lucharán por
las plazas de “mi” guardería, y así una tras otra, las miles de razones que no
nos atrevemos a decir en público, porque son políticamente incorrectas, pero
que aplaudimos en privado, y que hacen que partidos abiertamente xenófobos
alcancen grandes porcentajes de voto, y que obligan a los partidos que no lo
son a mantenerse callados en este tema, porque también saben que de opinar de
otra manera, perderán votos. Así de cruel es todo esto.
Europa, un continente rico, rodeado
de mucha pobreza y guerra en el sur, debiera empezar a plantearse una gestión
inteligente y de largo plazo de la inmigración. Somos un continente envejecido,
con población menguante y que a largo plazo, por puro interés de supervivencia,
necesita mucha población nueva. No sólo por solidaridad, también por egoísmo,
podemos acoger a decenas de miles de personas, que seguirán huyendo del
infierno de sus países hagamos lo que hagamos. Dejarlos morir, olvidarlos, que
un león ocupe más portadas que sus vidas, es una muestra de lo (poco, nada) que
nos importan, y servirá de baremo para juzgarnos moralmente en el futuro. Todo
este complejo asunto resulta desolador.
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