Mañana, 23 de abril, se celebra
el día del libro. Se escogió esa fecha porque, por mucho azar y algo de
manipulación de los calendarios, ese fue el día en el que fallecieron Cervantes
y Shakespeare, quizás las dos mayores figuras de la literatura de sus
respectivas lenguas, y genios absolutos. Se conmemora además este año el 400
aniversario de su muerte, ya que fue en el lejano año de 1616 cuando, en torno
a esta fecha, ambas luces se apagaron, dejándonos tras de sí una obra inmensa,
infinita, no tanto por extensión, sino por profundidad.
Es una pena, o quizás no, pero es
casi seguro que ambos escritores no se conocieron nunca en vida. Algunas
historias fabulan un viaje del bardo a España con una caravana regia y de ahí
sacan un posible encuentro, aprovechando que las lagunas biográficas de
Shakespeare son mucho más vastas y profundas que las de Cervantes. Sí es
probable que, dado el éxito rotundo que alcanzó el Quijote, el inglés lo leyera
antes de fallecer, cosa que es seguro que no sucedió a la inversa, dada la
tardanza con la que se publicaron las traducciones de los dramas ingleses en
España. En todo caso, y más allá de especulaciones sin mucho fundamento, ese
encuentro nunca se dio, pero la verdad es que era innecesario, dado que ambos
autores vivían en el mismo país, en el de las letras, y muy cerca uno del otro,
junto a las más profundas pasiones humanas. Son sus obras las que les unen,
dado que en ellas se describe la vida de las personas, sus inquietudes,
temores, anhelos y sueños de una manera tan compleja y perfecta como
intemporal. Los dramas de Shakespeare adoptan distintos contextos históricos.
Algunos se sitúan en Roma, otros en Escocia o Dinamarca, comedias en la
toscana… La gran obra de Cervantes toma como decorado una Mancha peninsular, un
territorio pobre, agostado, extenso y soleado. Da igual. Sólo son decorados,
para dos escenógrafos maestros que sabían lo que querían contar, y buscaron un
fondo donde enmarcarlo. La sabiduría que destila Sancho ante las locuras de su
señor es la que todo hombre de bien proclama, desde la noche de los tiempos, ante
aquellos que iluminados por la gloria y el poder, traman tramas imposibles. La
desdicha del alma humana, corroída por los celos, el poder y la fama, y como es
arrastrada hasta el abismo puede ser encarnada por Otelo o Macbeth, pero en
cada caso de corrupción política que vemos en nuestros días o asesinato de
género podemos recrear esas mismas escenas, y poner en la boca de sus
desdichados protagonistas las palabras que Shakespeare bordó. La lady Macbeth que
hace enloquecer a su marido de sueños de gloria tras haber escuchado la profecía
de las brujas aparece en cada banquillo y cuenta fiscal opaca, en forma de
sueño de poder que nadie iba a desenmascarar, y así podríamos seguir con
cientos de ejemplos que nos llevarían a la misma conclusión que, generación
tras generación, se ha repetido ante la obra de estos dos maestros. Escritas en
un pasado remoto, nos retratan perfectamente. Describen con una precisión absoluta
nuestro mundo. Por eso son clásicos, porque no tienen tiempo ni espacio dado. En
todos ellos perviven.
Cervantes lo narró, Shakespeare lo versó, y en
ambos casos fue el alma humana la que quedó desnuda ante las palabras que ellos
iban tejiendo, en forma de texto, que recubrió lo que ante todos quedó
mostrado. Sumergirse en sus obras es enfrentarse a nosotros mismos sin artificios,
sin corazas, sin disimulos. Toda nuestra grandeza, miseria y complejidad
aparece en sus escritos, y quizás nos asuste vernos así, desnudos, antes
grandes escritores que supieron quitarnos las mentiras y engaños con los que
tratamos de disimular la vida ante los que nos rodean. Enfrentarse a sus obras
es hacerlo a nosotros mismos, sincerarnos. Por eso es un ejercicio necesario,
valiente y, una vez iniciado, gustoso. Láncense a ello, compren libros, y sumérjanse
en el mar de la lectura. No se ahogarán.
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