Mario
Conde detenido por fraude…. Cuando lo vi ayer en los medios tuve que
pellizcarme para comprobar que no vivía en el pasado. El hecho de leerlo al
instante en internet a través de una gran pantalla plana de ordenador me
recordaba, cada segundo, que no estaba en 1993 sino en 2016, pero el personaje,
el caso y sus andanzas me retrotraían a unos años olvidados por muchos, pero
que fueron muy interesantes, y a un personaje que lo fue todo, todo, todo, en
lo social, y que quiso serlo en lo económico y político. Estafador profesional
y peligro público para los poderosos, en su carrera se labró muchos enemigos y
estos, ante sus fraudes, corrieron raudos a derribarle.
No quiero dedicar el artículo de
hoy a las andanzas pasadas de Conde, sino a una lección que pudimos extraer en
su momento de todo aquel episodio de Banesto y que nos hubiera sido muy útil
para afrontar la burbuja inmobiliaria y el desastre que vino después,
especialmente en lo que hace a su parte financiera. En el otoño de 1993, con un
Banesto ya quebrado, pero ocultamente, Conde era el símbolo absoluto del éxito,
y encarnaba un enorme poder duro, desde su despacho de la calle Alcalá con Gran
Vía, y gestionaba el mayor poder blando que uno podía imaginar. Admirado por
medio país, envidiado por el otro, era el estandarte del éxito, todos los
padres querían un hijo como Conde, era el marido soñado, el triunfador total.
Pero además de conspiradores en la sombra, había un hombre, gris, austero y
serio, que no comulgaba con esa aura que Conde extendía allá donde pasaba. Se
llamaba Luis Ángel Rojo, era Gobernador del Banco de España y desde hacía
tiempo tenía muchas sospechas que la fachada dorada que exhibía Conde era, como
en el caso de muchas casas ruinosas, la antesala del vacío. Sus inspectores le
pasaban informes en los que se veía, desde todas las ópticas posibles, como la
situación contable y patrimonial de Banesto era un desastre que no dejaba de
agrandarse. Era imposible sostener mucho más aquella situación, ya que la
dimensión del banco podría convertirlo en un riesgo sistémico para el todas las
finanzas españolas (en aquel momento no se utilizaba esa jerga, ni el “demasiado
grande para caer” pero la idea era la misma). Y Rojo, valiente, certero y
profesional como él sólo, decidió intervenir. Movilizó a todo el mundo en el
inmenso caserón de Alcalá Cibeles y planeó una intervención al que entonces era
uno de los mayores bancos de España, tercero o cuarto, por ahí, no recuerdo
exactamente. Y ejecutó su actuación un 28 de diciembre, que no tuvo nada de
inocente. Aquello sacó a la luz las prácticas irregulares que Conde y su equipo
habían perpetrado en la entidad, vaciándola, dejándola tan hueca como,
curiosamente, se encuentra hoy mismo el antiguo edificio sede por la obra de
construcción de un hotel de lujo en su interior. Hubo un susto tremendo entre
accionistas, inversores y gente de la calle, depositantes y ahorradores, pero
la pericia de Rojo, unida a su imagen y poder, logró que el conjunto de bancos
y cajas españolas actuasen en coordinación con el Banco de España y que no se
desatase ni un pánico bancario ni un corralito ni nada por el estilo. Lo que
pudo ser un desastre no se consumó, y la gangrena de Banesto no se extendió más
allá de su entorno. Finalmente, con la figura de Alfredo Sáenz, el Santander se
haría con la entidad tras su saneamiento.
¿Cuál es la lección que nos dejó Rojo? Que
siempre habrá pillos que quieran hacer trampas, es inevitable, pero si frente a
ellos se sitúan instituciones serias, competentes y profesionales, el daño que
esos pillos puedan realizar se limitará. Sin embargo, si esas instituciones no
actúan como deben y fracasan, los pillos tendrán rienda suelta y el desastre no
conocerá límites (la
lección de Acemoglu y Robinson). La crisis de 2008 nos mostró, junto a un
montón de pillos, a un Banco de España que, entre otras muchas instituciones, no
realizó su labor de supervisión e inspección, por miedo o por sumisión política
o por falta de profesionalidad o por lo que fuera. Luis Ángel Rojo y su espíritu
ya no estaban ahí. Su ausencia nos costó carísima.
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