lunes, abril 04, 2016

El inmenso poder de la música (para Bine Bryndorf)

Todos hablamos una lengua, a la que llamamos materna, que aprendemos de niños sin ser consciente de ello. Mejor o peor, la dominamos, nos sentimos cómodos en ella y nos permite entender y hacernos entender. Cuando nos ponemos a estudiar otro idioma el esfuerzo que ello nos supone (y para los que somos torpes en esto como yo ni les cuento) nos hace ver la importancia brutal que tiene el poder comunicarse y entenderse, el usar otras palabras, sonidos y expresiones para dar a entender nuestros gustos y sentimientos, y lo frustrante que resulta muchas veces no ser capaz de hacerlo.

Hay, sin embargo, un segundo idioma que casi todos tenemos y entendemos, y que tampoco nos lo han enseñado, y es la música. Cada uno de nosotros puede tener gustos radicalmente diferentes, opuestos, pero todos sabemos lo que es sentirse atraídos por una melodía, un ritmo, emocionarse por unas notas, distinguir cuándo un tema es alegre y es triste…. ¿Y cómo lo sabemos? ¿Por qué? Ni idea. Pocas cosas hay en la vida más abstractas que la música. Oímos unos violines en tono menor y nos ponemos melancólicos, unas trompetas en fanfarria y nos volvemos marciales, y así miles de experiencias que, a lo largo de casi cada día, nos ofrecen la oportunidad de vernos influenciados por un lenguaje del que la mayoría es completamente analfabeta. ¿Cuántos de ustedes son capaces de leer una partitura? Ese nivel de abstracción hace a la música un lenguaje mágico, lo más parecido que tenemos en la realidad a las palabras que en las obras fantásticas poseen poder al pronunciarse y generan efectos en personas y objetos. Cuando oímos algo que nos gusta y nos conmueve estamos tocados por esa especie de varita que nos llega hasta el fondo. Y nuevamente podríamos preguntarnos el por qué se produce este fenómeno, a qué se debe ese efecto. Y es casi seguro que no lograríamos encontrar una respuesta clara. Lo asociaríamos a momentos del pasado, a un instante que ese sonido nos ha devuelto, a sensaciones que trataríamos de anclar a algún instante o persona, pero quizás llegaría un momento en nuestra búsqueda de argumentos en el que nos veríamos obligados a parar, y a admitir que realmente no tenemos ni idea de cuál es la fibra que ese sonido, esa pieza, ha tocado en nosotros. Y ante ese vacío de la razón sólo queda el sentimiento y el goce. Nos da, me da, miedo admitir que muchos de nuestros actos no tienen justificación alguna, que suceden y que no podemos explicarlos, que nos inventamos excusas y argumentos para tratar de darle sentido a lo que en el fondo sabemos que no lo tiene. El arte, y más concretamente la música, nos enfrenta muchas veces antes este vértigo (i)racional y nos arrastra. Por eso nos gusta tanto y, a la vez, es tan poderoso. Y bien usado es una enorme fuente de felicidad, y mal utilizado puede servir para alterar y manipular a las personas como pocas fuerzas son capaces de ello. En un mundo cada vez más racional, economicista y medido, en el que la técnica se ofrece como la alternativa para suplir todas nuestras carencias, y donde nos hemos convertido en dependientes de la misma, reencontrarse con estas sensaciones primarias, motivadas por una obra de arte, resulta conmovedor, rupturista y genuino. Y dada la vida que vivimos, muy transgresor.

Este sábado, en el Auditorio Nacional, dentro del ciclo Bach Vermut, volví a experimentar esa sensación de placer musical. Apareció ante el escenario Bine Bryndorf, organista danesa a la que no conocía de nada. Alta, espigada, delgada. Se puso al teclado e interpretó una hora de concierto sin fallo alguno, pero , sobre todo, con un gusto y una delicadeza asombrosa. Piezas como la BWV 577, 768, 622 o 550, por reseñar algunas, fueron ejecutadas con todo el cariño y perfección posible, ofreciendo unas versiones que, para mi, fueron, sin más, perfectas. Acabé llorando como un tonto, pensando en usar una falsa alergia como excusa si alguien me veía así, y ese sentimiento de belleza alcanzada aún me dura hoy. Solo puedo dar las gracias por ello.

2 comentarios:

peich dijo...

¿Síndrome de Stendhal? No me extraña.
Llorar de alegría es de lo mejor que puede pasar.

David Azcárate dijo...

Gracias, las lágrimas en ese caso nunca saben amargas.... son plenamente dulces