Hoy
se cumplen treinta años del accidente nuclear en la central de Chernóbil.
En aquellos tiempos lo sucedido pasó en un país llamado URSS, que hoy muchos ni
sabrán lo que era, y supuso el mayor desastre de la industria nuclear en toda
su historia, provocado además por errores humanos, destruyó las vidas de miles
de personas, desplazó a cientos de miles, convirtió enormes extensiones de
terreno en zonas yermas en las que la vegetación crece salvaje pero los humanos
no podemos vivir, y fue el fin de un sueño de energía barata y segura, que de
paso, se llevó a la ya mencionada URSS por delante.
Chernóbil fue el último acto en
la tragedia que la población soviética tuvo que aguantar sometida a la crueldad
de su régimen. Cuando el reactor colapsa y la radiación se expande no hay
información alguna por parte de las autoridades regionales y de Moscú, que
saben perfectamente lo que ha sucedido, ni a los habitantes de la zona ni a los
trabajadores de la central. Ordenan evacuar aldeas cercanas, entre ellas la
icónica Pripiat, la orgullosa y joven ciudad donde residían muchos de los
empleados de la central, con un nivel de vida y comodidades que serían el sueño
de sus compatriotas. Silenciando el incidente más allá de sus fronteras, el
kremlin decidió acabar con la radiación de Chernóbil de la misma manera con la
que se enfrentó y ganó a las tropas nazis cuarenta años antes, por acumulación
de gente. Miles y miles de hombres, denominados cruelmente liquidadores, fueron
llevados a la central y, sin ningún tipo de protección ni medios, trabajaron de
manera despiadada para apagar un incendio cuyas brasas seguirán ardientes miles
de años. Se turnaban cada pocos minutos y echaban arena sobre los rescoldos del
infierno. Tras ello descansaban un poco y volvían a una cola en la que no
dejaba de sumarse gente, forzada por los militares. Creían muchos que aquello
era un incendio más, grave sin duda, dadas las dimensiones y la presencia de
militares, que indican cuándo las cosas son graves de verdad, pero nada sabían
de lo que son las radiaciones nucleares, ni de sus efectos. La radiación es
invisible. No se ve, ni se huele ni se siente. Nada en tu cuerpo te avisa de
ella, pero todo él es invadido y penetrado. Muchos de esos liquidadores fueron
liquidados por unas tasas de radiación que nunca se han vuelto a dar en la
Tierra, y que exceden cualquier tipo de medida, estándar o graduación. A los
pocos días algunos, los más expuestos, empezaron a mostrar síntomas de
enfermedad, con vómitos y dolores intensos. Poco tardarían en morir, y con
ellos otros muchos, nunca sabremos exactamente cuántos, que en un goteo
silencioso, cruel y ocultado por unas autoridades desbordadas, se iban
consumiendo en unos cuerpos destruidos por radiaciones, sin que ni ellos ni sus
familiares supieran realmente qué es lo que les había sucedido. Cuando en los
países nórdicos y en Europa central se empezaron a detectar altas tasas de
radiación y, ante la presión internacional, la URSS tuvo que admitir que algo
muy grave había sucedido en un remoto lugar llamado Chernóbil, que nadie
conocía, ya habían muerto bastantes personas. Vendrían luego muchas muchas más.
Y las secuelas de esa radiación se quedarían en los descendientes vivos y en
generaciones posteriores que siempre estarán marcadas por ese desastre. Chernóbil
es una catástrofe nuclear y, sobre todo, humana.
Hay
un libro titulado “Voces de Chernóbil” de la premio Nobel del año pasado
Svetlana Aleksievich, que leí pocas semanas antes de que le fuera concedido
el galardón, y que se lo recomiendo. Es un largo reportaje periodístico lleno
de testimonios de aquellos que vivieron la catástrofe en primera persona, y de
los que vieron como los suyos murieron por las radiaciones, la incompetencia y
la dictadura soviética, que los mandó a un matadero del que no podrían volver. Decenas,
cientos, son las voces que en este libro cuentan su experiencia, y son a ellos
a quienes debemos recordar un día como hoy, en el que esa central, ese remoto
lugar, volverá a ocupar un sitio, fugaz, en las portadas de los medios.
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