Se llamaba Eloy y tenía 56 años.
Ayer libraba, era su turno de descanso, un día perdido entre semana que, como
les pasa a los que trabajan a relevos, sirve para que puedan recuperarse pero
apenas para compartir la vida con los suyos, a sabiendas de que para ellos eso
del “fin de semana” es una expresión hecha que carece de valor en sus trabajos.
No se cuáles eran los planes de Eloy para un lluvioso y frío jueves de abril
como el que ayer se abatió sobre Oviedo, pero todos ellos quedaron en suspenso
cuando se enteró de que ardía
un edificio en una de las calles comerciales de la ciudad y sus compañeros
debías acudir a extinguirlo. Y allí se fue él a ayudarles.
La estructura, de planta baja y
cuatro alturas, de noble fachada con amplios ventanales, mostraba un aspecto amenazante,
con lenguas de fuego saliendo por los cristales y marcos de unas ventanas que
ahora servían para alimentar de oxígeno a un fuego feroz que lo devoraba todo.
En compañía de otro bombero, Eloy se subió con la escalera del camión a lo más
alto del edificio. Mientras las mangueras regaban las fachadas desde la calle
cortada, los dos valientes trataban de encaramarse a lo alto del edificio para
atacar desde allí las llamas y tratar de que no se extendieran, vía tejados, a
los bloques colindantes, dado el elevado riesgo de que algo así pudiera suceder
en vista de las dimensiones del incendio. Dejando su plataforma protectora Eloy
y sus compañero pusieron pie en el edificio incendiado y empezaron a trabajar
desde lo alto, siendo conscientes de que todo a su alrededor era peligroso, de
que el riesgo estaba por todas partes y de que necesitaban que algo de suerte
les librase de una fatalidad que, en su profesión, siempre ronda. “A ver si
esta vez somos capaces de contarlo, como en otras anteriores” pensaron quizás
en medio de un infierno de humo, fuego, rescoldos y ardiente oscuridad. De
repente, el suelo en el que están los dos compañeros, resentido por las llamas
que lo roen desde hace tiempo, no puede más, y se agrieta y vence. Los bomberos
ya no hacen pie y caen con una estructura que, planta a planta, viga a viga y
forjado a forjado, maderas sin fin, colapsa de manera irregular hasta llegar al
nivel del suelo, dejando la fachada como siniestra máscara de un cuerpo
derrumbado. Gritos, horror, miedo, compañeros que, desde la calle, observan
atónitos como los cascotes del voladizo del tejado caen a la acera mientras las
ventanas revientan por la presión de los forjados que se derrumban, llanto
entre los que contemplan la escena y que asisten impotentes a ella, sabiendo
que son dos las personas que ahora se encuentran dentro de esa prisión, de la
que ya sólo se puede ver una cruel fachada como si de barrotes se tratase.
Prisas y nervios entre los compañeros, que ahora se encuentran en la obligación
de realizar un rescate de los atrapados en el fuego mientras siguen sin
descanso con las labores de extinción y protección de los alrededores. El
tiempo, que antes jugaba en su contra, ahora corre despiadado sin ninguna
misericordia. Saben que cada minuto que pasa la vida de sus compañeros es más
débil. No tienen ni idea de cómo ha podido afectarles la caída, ni de en qué
estado se encuentran ahora, pero saben que siguen en el peor de los mundos
posibles, en el mayor infierno que un bombero es capaz de imaginar, y que de
ellos depende el poder rescatarlos. Ahora es su mayor prioridad, es su obsesión.
Todos se lanzan a ello, y con enorme esfuerzo consiguen rescatar a uno de
ellos, al compañero de Eloy, que se ahoga cuando se le ve a través de la
televisión, llevado a uno de los balcones del edificio, y es la máscara de oxígeno
que le ponen la que, como un ángel, le salva de una muerte que ya estaba
demasiado cerca.
Nada pueden hacer por Eloy. Sale cadáver. En la
imagen vemos como su cuerpo, ya envuelto y sobre una camilla, es sacado por
otra ventana y subido a una escala, la misma que horas antes le sirvió para
llegar a lo alto del edificio, la misma a la que se agarró cuando llegó al
lugar del incendio para, en compañía de los suyos, tratar de sofocar las
llamas, la misma con la que, en otras pasadas ocasiones, pudo rescatar, salvar
vidas y ayudar. Eloy dio ayer su vida por sus compañeros, por los habitantes de
Oviedo y por su profesión. Eloy es, en medio de tanto mal ejemplo de vida, obra
y pensamiento, el ejemplo eterno de lo que es la profesionalidad y la abnegación.
Desde aquí mi agradecimiento a su memoria y mi sentimiento a sus familiares y
amigos. Qué orgullosos debéis estar de él!!!!
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