El jueves pasado hice mi
declaración de la renta. Nueve palabras, una frase de lo más corriente, y que
encierra en su significado una declaración de principios, unos ideales, un
sometimiento y una forma de vida que, aparentemente, no es la que se lleva en
la actualidad. Entré en la web de la Agencia Tributaria, di de alta el
borrador, asigné la desgravación por la hipoteca de mi pisito (tengan cuidado,
el borrador no está muy pulido y no incluye muchas cosas, revísenlo) y tras
echar un vistazo a todos, di la orden de validar para que todo se tramitase
como es debido.
Por la la hipoteca, contratada en
2004, desgravo y el resultado de la declaración es negativo, por lo que me
ingresan unos cuantos euros en mi cuenta corriente, que es de por sí bastante
vulgar, y residente en territorio nacional, no sita ni en Panamá ni en ningún
otro lugar exótico y dotado de playas sugerentes y laxa legislación fiscal.
Como asalariado, mis ingresos están completamente controlados por Hacienda y,
dado que mi nómina es bastante vulgar, no tengo opciones reales para plantearme
la evasión. Formo parte de la inmensa masa de contribuyentes que, nos guste o
no, contribuimos al fisco de manera religiosa todos los meses con nuestras
sufridas retenciones. No hay manera de eludirlas. Ese ejercito de
contribuyentes es el que sostiene el estado, el del bienestar y el otro, que
cada día levanta la persiana del país y paga a funcionarios, jubilados, parados
y demás prestaciones que son la forma de vida de muchos españoles, a los que
Panamá les suena a “canal” y poco más. Siempre he defendido que pagar impuestos
es la manera en la que uno expresa su patriotismo, porque si puede, escoge la
patria a la que quiere contribuir. Hay muchas argucias legales para pagar
menos, y desde aquí aplaudo a quienes las utilicen, porque entre otras cosas se
están aprovechando de la ineficiencia legislativa del gobierno, que crea
agujeros y esquinas en complejos textos legales al lado de los cuales los
jeroglíficos egipcios parecen simples iconos del whatsapp. Pero el fraude, la
evasión, la trampa, el ocultamiento, el engaño, como ustedes quieran llamarlo,
no sólo es un delito legal que debe ser perseguido, no sólo es una violación de
la norma que, como tal, está penada. Es, sobre todo, una forma muy muy egoísta
de actuar por parte de quien lo realiza. Esa persona, que puede tener un
discurso hipócrita o no (los hay orgullosos del fraude, e incluso lo
justifican) son usuarios de los recursos públicos tanto como usted y yo. Acceden
a los hospitales públicos, después de que en la Sanidad privada le digan que “para
lo de verdad” vaya a ellos. Acuden a la policía cuando roban en su entorno o
hay algún altercado. Transitan por carreteras e infraestructuras construidas
por el erario público, cobran pensiones una vez que se jubilen, que servirán
quizás de modesto complemento de sus abultados ingresos, pero no se conoce el
caso de renuncia alguna a las mismas… y así hasta el infinito. Podría
argumentar alguien que, dado que todos pagamos impuestos indirectos
ineludibles, en el fondo también el defraudador contribuye, y es parcialmente
cierto, pero la verdad es que cuando uno compra una piruleta o rellena el depósito
de gasolina está forzado a pagar el IVA (sí, ya se que también hay maneras de
eludirlo) y sus actos no están premeditados. Pero sentarse una noche en casa,
ponerse a hacer elucubraciones sobre cómo desviar rentas y patrimonios para
ocultarlos, y levantarse por la mañana con la misma sonrisa es, como mínimo, un
cruel ejercicio de cinismo que a todos nos perjudica.
Los impuestos se llaman así porque son
obligatorios, es una de las pocas palabras políticamente incorrectas que
sobreviven en este edulcorado y falso mundo en el que vivimos, aunque hay
intentos para cambiar el término que son, sobre todo, ridículos. En un tiempo
en el que la primavera avanza y, en breve, se supone, las camisetas de todo
tipo y lema llenarán parques y paseos, quizás sea una idea estúpida, pero el que
exhiba una con el lema impreso que diga “Yo pago mis impuestos” triunfará en
medio de la masa. Quizás algunos le hagan la ola, la mayoría se reirá de él y
será tachado como el pringado del barrio. Pero gracias a muchos como él, y
no a tantos chorizos detenidos, es como se construye una sociedad, un país.
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