Lo reconozco, me senté a verlo
sin mucha ilusión. Con tiempo, ausencia de palomitas, portátil encendido para
ir viendo por twitter lo que se comentaba, radio y televisión encendidas para
seguir algunos comentarios, y expectativas bajas, me
enfrentaba al debate de ayer casi más como una obligación profesional que
como algo para el deleite. Quizás por eso, por las bajas expectativas, acabé el
mismo con una cierta sensación de disfrute. No, no extasiado, ni mucho menos,
hasta ahí podía llegar mi enajenación, pero si a gusto por lo que había oído y
por unas intervenciones que, en general, fueron aceptables. No hubo insultos ni
broncas. Algo es algo.
Rajoy, el nuevo en este formato,
y es que en algo se es siempre nuevo, a cualquier edad, se defendió bien.
Volvieron a tener razón aquellos que critican a sus asesores por encerrarle,
porque es un hombre que en la distancia corta y la conversación gana mucho. Ese
retraimiento, forzado o no, ha destruido su imagen para gran parte del país,
destrucción que ya nunca podrá revertir. En la parte económica pudo exhibir los
dos últimos años de crecimiento para tratar de ocultar el rescate bancario y
los dos primeros años de desastre financiero. Evitó que la descontrolada deuda
pública le salpicase y, en este tramo, actuó como padre paternalista del resto.
No pudo, sin embargo, sobrevivir a la corrupción, su baldón inexcusable, y en
este punto usó la vieja táctica del “y tú más” que ya está condenada al
fracaso. No ganó del debate, pero desde luego no lo perdió. Sánchez jugaba el
papel más difícil de todos, en medio de la nada, como un tercero en discordia,
y falló en reclamar en exceso la oportunidad perdida de la pasada negociación
(sólo le faltaba sacarla como comodín en una pancarta y colgarla en el
escenario) pero creo que logró sobrevivir y plantar cara tanto a Rajoy, a quién
criticó pero sin el error de la pérdida de formas, como a Iglesias, al que sacó
de sus casillas de vez en cuando, y le hizo parecer por momentos como un Gollum
murmurante. Su parroquia estará satisfecha y, en el estado en el que está el
PSOE, eso ya es decir mucho. Iglesias fue, a mi entender, el que peor lo hizo.
Buen fajador, peligroso contrincante, no encontró el tono adecuado entre el
demagogo mitinero y el socialdemócrata reconvertido (adivinen cuál es el
cierto) y por momentos se le vio apagado y un poco fuera de sitio. En contraste
con el anterior debate a cuatro, donde se hizo con él en ciertos momentos, en
este ofreció una imagen más floja de la que nos tiene acostumbrados y dudo incluso
que los suyos salieran muy satisfechos del estudio. Rivera, en cambio, y
viniendo de un anterior debate a cuatro donde rindió por debajo de lo esperado,
despuntó mucho. Hubo un momento, en los fragores de la corrupción, en el que se
hizo el amo de la situación, mostró una solidez apabullante y, por momentos,
moderaba una mesa en la que era el protagonista absoluto. Ofreció una imagen presidenciable,
controló sus nervios y gestos y, pese a que cometió errores, todos lo hacen
(ojalá fuéramos la cuarta economía del mundo, en vez de serlo de Europa), salió
del debate mucho más fortalecido de como entró. Si habría que asignar un
ganador, con todo lo complejo y subjetivo que ello supone en un enfrentamiento
a tantas bandas, creo que fue él.
No quiero terminar esta pequeña
crónica (para Ana Madalena Bach, jejeje) sin referirme a los tres periodistas. Piqueras,
Valles y Blanco hicieron un buen papel y, a la hora de las preguntas, hay que
destacar especialmente a los dos últimos, que supieron ser incisivos, agudos y
sin caer en el protagonismo excesivo. Y una enorme queja por el horario. El programa
acabó a las 00:30 de la noche, mostrando lo que importa la conciliación en
España a nuestros líderes (nada). No puede ser que, entre retrasos y demás, el
debate comenzara muy pasadas las 22 horas de la noche. ¿Nadie trabaja por la
mañana en España? Por favor, si hay otro encuentro similar, esperemos que
dentro de algunos años, que empiece a las 21 y, como tarde, acabe a las 23.
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