miércoles, junio 22, 2016

Disfrutando de la huelga de metro

Codazos, empujones, palabras malsonantes, algunas en tono elevado, muchas por lo bajo, rumiándolas para uno mismo, andenes repletos de personas que llevan ahí varios minutos, y que se juntan con nuevas oleadas de ansiosos viajeros que llegan con la misma cara de mala uva con la que están los que ya ocupaban el espacio disponible, puertas que se quieren cerrar pero que, como si de tolvas que cargan grano se tratase, seccionan la amalgama de personas que ante ellas se agolpan, formando una protuberancia que, con el pitido de aviso, se ve seccionada. Las pinzas arrancan a un buen puñado de viajeros, que se quedan en el andén.

Otra vez, huelga de metro. En una ciudad como Madrid, de estas enormes en las que la vista sólo te permite intuir una de sus porciones, donde los espacios son infinitos y caminar por ella desde uno de sus extremos al otro se escapa del concepto de paseo para llegar al de heroico deporte, el metro es como las venas y arterias que permiten, a los que no tenemos coche, poder ir de un lugar a otro. Visitar un lugar implica hacerse la pregunta, en alto o mentalmente, de cuál es la parada de metro más cercana. Cuando el servicio se interrumpe por causas ajenas a metro, o propias, se crea una perturbación, un problema no previsto, una situación en la que, de no estar afectada alguna de las paradas o líneas que uno utiliza, la solidaridad aflora porque se va el miedo a ser afectado. En las huelgas el metro, que tanta ayuda da, se convierte en una trampa, en un lugar feo, donde afloran algunas de las peores conductas de la masa, donde las carreras, tropezones, el yo primero y demás actitudes egoístas imperan por doquier, empezando por la de los huelguistas, que reclaman unos derechos que, sean justos o no, requieren para su reivindicación el secuestro de los que más les necesitamos y menos les podemos molestar, sus usuarios. En días de calor como esta semana, bajar al túnel, que empieza a estar recalentado, correr por sus pasillos y salir a la calle vomitado por una marabunta de atrapados viajeros supone un esfuerzo doble, una presión literalmente asfixiante y una manera muy higiénica de llegar al trabajo, en la más acogedora de las compañías posibles, más que nada porque, sea deseada o no, uno se ha sentido abrazado, tocado, aprisionado y apretujado por ciudadanos que estábamos pasando por ese mismo lugar e instante. Imagino a señoras embarazadas, turistas, cargados, personas mayores, escayolados, colectivos que, en general, y sin problema alguno, ven cada día como un reto más difícil que el del resto dado que tienen que cargar con sus dolores y problemas. Personas para las que estar de pie puede suponer un problema, un daño. En el último tramo de mi viaje de hoy iba junto a mi una chica muy guapa, embarazada de pocos meses, que todo el tiempo se llevaba las dos manos a la barriga para cubrirse y protegerla, de manera instintiva, de los apretujones que recibía por todos lados. Era imposible cubrirla de alguna manera, dado que todos estábamos recubiertos unos con otros. Sólo a las salidas se trataba de organizar la cosa para que los que empujaban desde atrás tuvieran cuidado, pero intentar no es conseguir.


Quizás les de la risa, pero una de las cosas que más echo de menos de los tiempos de la burbuja económica son las frecuencias del metro. En aquellos años de bonanza en los que todo el mundo parecía estar forrado (era verdad, lo parecía, no lo estaba) yo seguía usando el metro, como ahora, y los trenes tenían unas frecuencias de paso fantásticas, que no han vuelto a existir. Con el desplome se redujeron muchísimo, y con la recuperación no han aumentado. Más allá de las huelgas no ha vuelto a ser aquel metro que no volaba, como decían los anuncios, pero que sí despegaba con fuerza. En días de huelga como los de hoy, el metro se convierte en algo feo, y para alguien como yo, a quién le gusta como medio de transporte, el resultado es triste.

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