Codazos, empujones, palabras malsonantes,
algunas en tono elevado, muchas por lo bajo, rumiándolas para uno mismo,
andenes repletos de personas que llevan ahí varios minutos, y que se juntan con
nuevas oleadas de ansiosos viajeros que llegan con la misma cara de mala uva
con la que están los que ya ocupaban el espacio disponible, puertas que se
quieren cerrar pero que, como si de tolvas que cargan grano se tratase,
seccionan la amalgama de personas que ante ellas se agolpan, formando una
protuberancia que, con el pitido de aviso, se ve seccionada. Las pinzas
arrancan a un buen puñado de viajeros, que se quedan en el andén.
Otra vez, huelga de metro. En una
ciudad como Madrid, de estas enormes en las que la vista sólo te permite intuir
una de sus porciones, donde los espacios son infinitos y caminar por ella desde
uno de sus extremos al otro se escapa del concepto de paseo para llegar al de
heroico deporte, el metro es como las venas y arterias que permiten, a los que
no tenemos coche, poder ir de un lugar a otro. Visitar un lugar implica hacerse
la pregunta, en alto o mentalmente, de cuál es la parada de metro más cercana.
Cuando el servicio se interrumpe por causas ajenas a metro, o propias, se crea
una perturbación, un problema no previsto, una situación en la que, de no estar
afectada alguna de las paradas o líneas que uno utiliza, la solidaridad aflora
porque se va el miedo a ser afectado. En las huelgas el metro, que tanta ayuda
da, se convierte en una trampa, en un lugar feo, donde afloran algunas de las
peores conductas de la masa, donde las carreras, tropezones, el yo primero y
demás actitudes egoístas imperan por doquier, empezando por la de los
huelguistas, que reclaman unos derechos que, sean justos o no, requieren para
su reivindicación el secuestro de los que más les necesitamos y menos les
podemos molestar, sus usuarios. En días de calor como esta semana, bajar al
túnel, que empieza a estar recalentado, correr por sus pasillos y salir a la
calle vomitado por una marabunta de atrapados viajeros supone un esfuerzo
doble, una presión literalmente asfixiante y una manera muy higiénica de llegar
al trabajo, en la más acogedora de las compañías posibles, más que nada porque,
sea deseada o no, uno se ha sentido abrazado, tocado, aprisionado y apretujado
por ciudadanos que estábamos pasando por ese mismo lugar e instante. Imagino a
señoras embarazadas, turistas, cargados, personas mayores, escayolados, colectivos
que, en general, y sin problema alguno, ven cada día como un reto más difícil
que el del resto dado que tienen que cargar con sus dolores y problemas.
Personas para las que estar de pie puede suponer un problema, un daño. En el último
tramo de mi viaje de hoy iba junto a mi una chica muy guapa, embarazada de
pocos meses, que todo el tiempo se llevaba las dos manos a la barriga para
cubrirse y protegerla, de manera instintiva, de los apretujones que recibía por
todos lados. Era imposible cubrirla de alguna manera, dado que todos estábamos
recubiertos unos con otros. Sólo a las salidas se trataba de organizar la cosa
para que los que empujaban desde atrás tuvieran cuidado, pero intentar no es
conseguir.
Quizás les de la risa, pero una
de las cosas que más echo de menos de los tiempos de la burbuja económica son
las frecuencias del metro. En aquellos años de bonanza en los que todo el mundo
parecía estar forrado (era verdad, lo parecía, no lo estaba) yo seguía usando
el metro, como ahora, y los trenes tenían unas frecuencias de paso fantásticas,
que no han vuelto a existir. Con el desplome se redujeron muchísimo, y con la
recuperación no han aumentado. Más allá de las huelgas no ha vuelto a ser aquel
metro que no volaba, como decían los anuncios, pero que sí despegaba con
fuerza. En días de huelga como los de hoy, el metro se convierte en algo feo, y
para alguien como yo, a quién le gusta como medio de transporte, el resultado es
triste.
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