Esa amenaza llamada Brexit, que
hace pocos meses era el sueño perdido de algún funcionario y ahora mismo es una
pesadilla que no deja dormir a nadie puede, en caso de materializarse, alterar
situaciones legales e históricas que llevan enquistadas desde tiempos
inmemoriales. No sólo la integridad del Reino Unido, que pudiera dejar de
serlo, y su relación con la vecina Irlanda, que sería un país UE con el que
tendría frontera física. Gibraltar, ese grano en el pie de Europa que es
territorio británico, también se vería afectado, quizás no tanto en lo
político, pero sí en lo económico, que para los llanitos es lo más importante.
Hoy,
por primera vez desde finales de los años sesenta, un primer ministro de Reino
Unido vista la roca, apenas un par de horas, para hacer campaña por la
permanencia. Cameron no se juega nada ahí, los apenas treinta mil votos de los
residentes en Gibraltar, casi todos ellos unionistas con la UE, no decantarán
el resultado, pero es muy probable que utilice Gibraltar como otro de los
argumentos en la campaña contra el no, contra la salida. Quedaría efectista
ante los electores británicos una imagen de esta noche en la que Cameron, con
la roca de fondo, les contase que una salida de la UE pondría en peligro la
soberanía británica de uno de los enclaves más importantes y estratégicos de
los que poseen, tanto por la posición que ocupa en el mapa como por el peso
financiero de su negocio, que actúa de facto como un paraíso fiscal enclavado
dentro del territorio de la Unión. La salida el Reino Unido, más allá de las
nostalgias sentimentales, quizás podría traer de nuevo el cierre de la verja
desde Algeciras y el declive de esa plaza financiera que es Gibraltar. Sin las
conexiones legales que le permiten actuar dentro de la UE, su atractivo
decaería con fuerza y se podría enfrentar a una situación de decadencia muy
peligrosa para su supervivencia futura. En lo político, y sólo en el caso de
salida de Reino Unido, los llanitos se enfrentarían a un dilema, para ellos,
irresoluble. Seguir siendo británicos (puede que en el futuro sólo ingleses) y
ver cómo su economía se deshace o lanzarse a ser acogidos al paraguas de
España, vía cosoberanía o directamente negociando un tratado de adhesión al
Reino de España que les permita, nuevamente, integrarse en el territorio de la
Unión, y de paso formar parte de la zona euro. ¿Puede ser que del resultado del
referéndum del jueves la cuestión gibraltareña se aclare de una vez por todas? Pues
hay posibilidades de que así sea, por increíble que parezca. La reivindicación
de la españolidad de Gibraltar, lógica por historia, geografía y, si me apuran,
ética económica, se ha topado siempre con el orgullo de un país, Reino Unido,
que sigue actuando en muchos aspectos como si fuera una potencia imperial
cuando hace mucho, casi ya un siglo, que dejó de serlo en la práctica. El
escaso peso de España en los foros internacionales y en las instituciones de
todo tipo ha permitido que este anacronismo se enquiste y siga ahí siglos después.
Sería divertido que, de resolverse, todo se deba al tiro en el pie que se darían
los británicos a sí mismos si en la votación gana la salida. Mantendrían su
orgullo intacto. “Nadie nos lo quitó, lo perdimos nosotros solos” podrían usar
como argumento en el futuro.
Lo cierto es que queda una semana
para que el 23 ese referéndum tenga lugar y la preocupación crece a medida que
los sondeos, con los que siempre hay que ser cuidadoso, llevan ya varios días
dados la vuelta y señalando una victoria de los partidarios de salir por un
margen de unos cinco siete puntos. Aunque sabemos que no sería lo mismo, me da
igual el margen del resultado final siempre que salga un sí a la permanencia. En
el caso del no, ahí sí sería cierto que a todos nos daría igual el margen. En las
casas de apuestas, termómetro muy fiable en aquel país, sigue ganando la
permanencia por un margen de entorno al 60% a 40%, pero crecen las dudas y los
nervios en todas partes. Que la anécdota de Gibraltar no nos evite ver la
dimensión, potencialmente devastadora, del problema.
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