Ayer, en Asturias, comenzaron los
exámenes de la prueba de selectividad, la última que tendrá lugar en España con
el formato actual. A partir del año que viene, se supone, será sustituida por
una reválida de Bachillerato que, más o menos, servirá para lo mismo, pero que
dada la inestabilidad política, los deseos de muchos grupos políticos de
derogar la LOMCE, que recoge esa prueba, y lo incierto del futuro, es difícil
saber qué es lo que acabará pasando. Para que luego echemos toda la culpa a los
alumnos, que su parte tienen, de la desastrosa formación que poseen.
Mi recuerdo de la selectividad es
malo, muy malo. Dos días de pesadilla a mediados o finales de Junio de 1990 que
fueron una tortura en todos los sentidos. Era un estudiante del montón. Metía
horas, trabajaba, pero dotado como estoy de un procesador normalito, mis notas
eran de lo más común, y así fue también en la etapa universitaria. Aprobé todas
las asignaturas de COU, con holgura las de la especialidad, salvado por la
campana mis dolores de muelas de idiomas (inglés y euskera, calle de la
amargura esquina travesía de los dolores) y me puse a estudiar para la famosa
“sele” que era el único objetivo que llenaba el año del COU. Yo vivía en
Elorrio, el Instituto estaba en Durango, a 9 kilómetros, y nos llevaban a la
Selectividad a Lejona, al campus central de la Universidad del País Vasco, a
algo más de cuarenta kilómetros, un lugar remoto, desconocido, inmenso, un
complejo de edificios enclavados en lo alto de una montaña, lejos de todo (así
se hacían los campus en el franquismo, para evitar manifestaciones
estudiantiles urbanas). En definitiva, un lugar extraño en el que nos sentíamos
completamente perdidos, de unas dimensiones inabarcables, para los pringados de
pueblo como yo, en las que nos perdimos más de una vez y a punto estuvimos de
llegar tarde a algunos exámenes porque no había manera de encontrar las aulas,
numeradas de una manera compleja y totalmente obtusa para nuestras
entendederas, en medio de aquel inmenso laberinto de pasillos opresivos y
ambiente carcelario. Y súmenle a ello, obviamente, la tensión de unos exámenes
en los que uno se jugaba gran parte de su futuro, de sus aspiraciones
universitarias, que en aquel momento eran sobre todo dudas, porque no tenía
claro qué es lo que quería hacer. Apenas sabía que lo que me gustaba,
arquitectura, era imposible por notas y logística, y que otras carreras estaban
descartadas por su dificultad (no me veía capaz de afrontar Ingenieros) o su
coste (la privada de Deusto) por lo que las alternativas se reducían un poco y
las posibilidades de, sacando una mala nota, meterme en problemas, crecían. Los
exámenes se desarrollaban a lo largo de dos días, siendo el primero el de las
asignaturas obligatorias y el segundo el de las especialidades. Me encontraba más
cómodo en estas segundas, pero mucho más agotado cuando me tuve que enfrentar a
ellas. Supongo que en la noche que transcurrió en medio de esas dos jornadas no
dormí demasiado, ya empezaba a ser algo insomne por entonces, pero la verdad es
que no lo recuerdo. Si tengo la imagen de dos días de mucho calor, de campas
abarrotadas de estudiantes nerviosos, porque muchos institutos de la provincia éramos
los que teníamos Lejona como destino, y en todos nosotros las mismas caras de
sorpresa, nervio y desubicación. Las cafeterías al mediodía eran la viva imagen
del caos, de colas ansiosas de chicos y chicas llenos de prisas, apuntes y
comentarios sobre los exámenes hechos y los que quedaban… todo era un mar de
nervios.
Acabaron las dos jornadas, y me viene a la
imagen que llovía en Elorrio cuando llegué tras el segundo día de pruebas, pero
no hagan mucho caso a mi memoria. Al cabo de varios días, no se cuántos, teníamos
que ir al Instituto a recoger la nota de las pruebas, y sí recuerdo ese (ahora
pequeño, entonces eterno) viaje como una pesadilla absoluta, con mucho miedo y
temor sobre lo que un sobre podría determinar sobre mi futuro. Aprobé la
Selectividad con una nota media de 6,12, lo que haciendo el cómputo con la de
BUP y COU me otorgó el 6,44 que medía mi valía académica de cara a afrontar
otro reto que se abría ante mi, la Universidad. Abracé como un loco al
secretario que me dio ese 6,12, sólo por el hecho de haber aprobado. De esa
escena, que casi todo el mundo dijo que fue ridícula, sí que me acuerdo.
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