Terminé ayer de leer
“Conspiración” segunda y excelente novela de la trilogía que el escritor
británico Robert Harris está dedicando a la figura de Cicerón. En el primer
libro, titulado Imperium, se narra el ascenso de esta figura en la turbulenta
política romana. Este segundo se centra en dos episodios muy famosos, la
desarticulación de la conjura de Catilina, que tiene lugar bajo el consulado de
Cicerón, su mayor momento de gloria, y el imparable ascenso de César, que junto
a Pompeyo y Craso, revienta las costuras de la república romana y empieza a
señalar el camino al imperio y, también, al ocaso de un Cicerón abandonado por
muchos.
Más de dos mil años después de su
muerte, la figura de Cicerón sigue siendo el paradigma del político astuto,
hábil, cruel con la palabra, letal con el argumentario y sibilino a la hora de
convencer a los oponentes. En un momento de la novela, Harris hace decir a su
personaje que, frente a los millones de Craso, las legiones de Pompeyo y la
ambición desmedida de César, él sigue teniendo la misma y única arma que le ha
permitido progresar en Roma: la palabra. Sus alegatos como abogado y sus
intervenciones como senador son célebres, y se seguirán estudiando dentro de
muchos muchos años, porque la verdad y rotundidad con la que se expresaba y,
también, la belleza con la que utilizaba el lenguaje, eran fuente de
convencimiento y deleite para los suyos y sus oponentes. Perdió debates y
juicios, sí, pero nunca los dio por perdidos antes de recibir el veredicto, y
en todos ellos dejó perlas para la posteridad. No es necesario comparar la
figura del gran romano con la de nuestros parlamentarios, empezando por Rajoy y
llegando por orden alfabético al que le antecede, porque el resultado sería
simplemente desolador. Sin remontarse a pasados gloriosos, que si los hubo
pocos los recuerdan, el
discurso de investidura de Rajoy de ayer fue un alegato correcto en el fondo
pero perdido en las formas. Leído de manera desganada, sin pasión alguna,
poseedor de ideas de fuerza, de pacto y acuerdo, pero deslavazado por un
intérprete que, forzado por el pacto que le ha hecho firmar ciudadanos, no
creía en lo que decía. Su manera de expresarlo era un mensaje en sí mismo, con
una lectura monótona, sosa y desmotivamente. Sólo al principio y al final del
texto Rajoy se quiso salir del ejercicio de cante opositor que estaba
realizando y le dio un poco de brío a su intervención, incluso sin mirar los
papeles, pero no fueron sino dos momentos en medio de más de una hora de sopor.
El contenido de la propuesta de acuerdo al resto de partidos, que va a ser
desestimada por todos ellos, quedó envuelto en poco más que unas frases vacías,
un requisito necesario para poner en marcha una investidura fallida que se va a
quedar en nada, y como siendo consciente de ello, como sabiendo que todo es
cuestión de trámite y de que, si hay acuerdo, este vendrá no antes de las elecciones
vascas y gallegas del 25 de septiembre, Rajoy procedió a rellenar el
expediente. Su alocución en el foro del Senado romano hubiera sido recibida con
displicencia, al igual que las esperables réplicas de sus oponentes que, ya
sabidas y reiteradas, escucharemos hoy como un nuevo trámite vacío de
contenido, sólo forma y carcasa vacía.
La frase más famosa de Cicerón, “Quo usque
tamdem abutere, Catilina,patientia nostra” (hasta cuándo abusarás, Catilina, de
nuestra paciencia) es el inicio del más demoledor de los discursos que dirigió
contra el conspirador de la república, que supuso su victoria absoluta contra él
y el inicio del fin de los planes de un Catilina que, visto en perspectiva
frente a César, no era sino un mero aprendiz. Esa expresión se puede usar, hoy
mismo, referida a cualquiera de los que a lo largo del día se subirán a la
tribuna del Congreso no para ensalzarlo, sino para realizar un discurso ya
conocido, de trámite, de pérdida de tiempo, de aplazamiento, de dilación del
necesario acuerdo. Ni uno de ellos sería digno de pisar la rostra romana, ni
mucho menos el Senado.