Consumimos imágenes a la misma
velocidad, fantástica, a la que las generamos, devaluándolas cada vez más. Los
símbolos, que antaño duraban un tiempo más que prudencial para que se asentasen
en nuestra memoria, son ahora tan fugaces como livianos. Cada día, a cada
momento, generamos escenas y visiones de lo que ocurre a nuestro alrededor
cargadas de fuerza, dramatismo y, muchas veces, fiereza, pero apenas les
dedicamos unos instantes, y las olvidamos, y otras miles de imágenes que se
suceden sin reno vienen a sepultarse, una tras otra, en nuestra retina. No
llegan a la memoria. Ninguna de ellas.
Ese
niño sucio, lleno de polvo y escombros, que la semana pasada vimos como nuevo
símbolo de la guerra de Siria ya está más que olvidado. Su predecesor,
Aylan, aquel niño muerto en la playa, tuvo una duración mediática más intensa y
prolongada, pero fue olvidado como lo fue la última ola que lo mató. Cuando en
el rescate de una de las últimas construcciones de Alepo atacadas por el
ejército de Asad los rebeldes vieron a ese niño se les encendió la bombilla y
pensaron en crear un nuevo Aylan. Cogieron al niño, le rescataron y dejaron en
el interior de una ambulancia, sólo y en silencio, aturdido y aterrado como
supongo que se encontraba en aquellos momentos, y el fotógrafo hizo su trabajo
para retratarle. Con esa imagen encima, los rebeldes acudieron a los medios de
comunicación para entregarles nueva munición, otra carga de profundidad con la
que romper el cerco de Alepo, buscando la conmoción de los espectadores
occidentales a la hora de sus cenas. Ha querido la mala suerte para los
rebeldes que Omran, que así se llama este niño, se haya presentado en la sala
de estar de occidente en medio de un cálido y olímpico agosto, en el que las
noticias eran relevadas a segundo puesto frente a los logros patrios encarnados
en medallas, independientemente del metal de las preseas y de la nacionalidad
de los competidores. Río ha llenado durante dos semanas la actualidad del
mundo, y la guerra de Siria, que no cesa, ha desaparecido de los informativos.
En dura competición con las piernas de Bolt, la sangre y polvo de Omran llegó a
colarse en las escaletas y titulares de los medios, pero su paso ha sido mucho
más fugaz y liviano que el de Aylan. “Otro niño muerto” habrán pensado la mayor
parte de los espectadores, hartos de imágenes crudas llegadas de una guerra
lejana e interminable, y habrán expresado un rictus de pena y un comentario de
compasión para quedar bien con los que en ese momento compartían palomitas
olímpicas, para acto seguido olvidar el polvo, la sangre y la mierda de la guerra
para asistir a la disputa de no se que prueba, la que tocase en aquel momento.
Acabadas las olimpiadas, la guerra en Siria sigue, y Omran ya está olvidado,
consumido mediáticamente, amortizado. Los milicianos rebeldes que lo utilizaron
como símbolo ya no le van a sacar partido alguno, y está por ver que sepamos
algo de lo que le vaya a suceder en el futuro, a buen seguro nada bueno. Sabemos
ahora que su hermano murió en el bombardeo en el que él quedó herido, pero
es poco probable que nadie nos cuente la historia futura de Omran, de si sus
heridas se han curado o no, de con quién vive ahora, dado que su familia,
sospecho que el gran parte, ha dejado de existir, y otros muchos detalles,
algunos trascendentes, otros triviales, de lo que será su vida, que como todas
las de Siria pende de un hilo extremadamente fino.
Y Omran ha sido afortunado, sí. Agraciado por la
suerte de que le hemos puesto cara, de que nos hemos girado un pequeño instante
para hacerle algo de caso, de que muchos medios han puesto sus ojos en él para
escribir crónicas, artículos y semblanzas, más afortunadas sin duda que este
pequeño texto. Y después, nada. Y con él, tantos y tantos niños y adultos que,
desde hace cinco años, mueren en la cruel, bárbara y caótica guerra de Siria. De
vez en cuando esa guerra logra meterse en nuestros salones, pero la repulsión
que nos provoca hace que cualquier otra cosa la suplante en nuestro interés. Ayer
fueron medallas, mañana serán goles u otras cuestiones. Y la guerra, seguirá. Y
de Omran, probablemente, ya nunca más sepamos nada.
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