Pasa cada verano, cuando las
temperaturas se disparan más allá de lo razonable, al aire se convierte en algo
irrespirable y el suelo se llena de hojas secas, recuerdo de lo que una vez fue
hierba espléndida, y ahora son sólo matojos resecos, briznas amarillentas que
tapizan el paisaje y lo cubren de un tono que hace juego con el dorado Sol. Un
monte arde, unos árboles crepitan entre unas llamas alimentadas por pastos y
sostenidas por un calor que todo lo devora. A veces el viento contribuye a
extender el fuego y, en pocas horas, lo que era un paisaje de vidas se
convierte, para décadas, en una extensión más del desierto.
A veces esos incendios tienen
causas naturales. Cuando uno conoce los veranos fuera de la cornisa cantábrica
descubre con sorpresa como no arde todo, porque hay días de verano en los que
parece que hasta las paredes de las casas desaparecerán en una combustión
espontánea, del calor que liberan. Rayos de tormentas secas, imprudencias más o
menos estúpidas, todas lo son, causadas por agricultores o veraneantes o gente
que pasaba por allí. Pero junto a estos fuegos casuales, que son los menos,
están los provocados, los causales, que tienen su origen en un acto humano
deliberado, en una intención firme y decidida de quemar un monte, de arrasar un
espacio. ¿Por qué? Se suelen aducir muchas veces las razones económicas, la
recalificación sencilla de terrenos quemados para construir, el aprovechamiento
a bajo precio de una madera que costaría mucho más talar que recoger ya
quebradiza, y cosas por el estilo. También está el formato venganza, en el que
algunos queman propiedades de otros para saldar viejas cuentas pendientes que
no pudieron arreglarse ni en público ni en privado. Destruir al vecino es, a
veces, el mayor de los placeres y, sin duda, uno de los más absurdos. Y luego
están también los pirómanos profesionales, gente que disfruta con el fuego, que
le emociona, incluso estimula sexualmente, que prenden el monte y luego corren
a alistarse en los retenes para apagarlo porque junto a las llamas sienten unas
emociones absolutas, poderosas. De todo hay, la verdad, aunque parezca
imposible pero, en el fondo, me da lo mismo. El problema de fondo es que no
conocemos a nadie que lleve encarcelado diez años por prender fuego a un monte,
y esa es la principal de las causas que origina los fuegos, que no los
consideramos como el grave, gravísimo atentado que suponen contra el patrimonio
de todos. Nos emocionamos con las ballenas varadas, algunas especies en
extinción y todo tipo de problemas de fauna que nos llegan a través de los
medios. Hacemos enormes campañas de sensibilización sobre el “problema” de los
toros, y la gente se enfrenta a ello con saña, pero no hay movilización
semejante, ni remotamente parecida, contra los que queman el suelo, los que lo
arrasan todo, sea vida animal o vegetal, y que en un país seco, árido y en el
que el agua vale mucho más que la gasolina como es el nuestro, suponen el mayor
daño contra nuestro patrimonio. Quemar es desertizar, arrasar, destruir. Tras
un incendio y las probables lluvias de otoño, la capa de tierra más fértil se
deshace y, en muchos casos, se pierde para siempre. El más rápido camino a la
pobreza de una región o un país es ver cómo su suelo se quema, como su tierra
desaparece, como sus posibilidades arden en medio del miedo de muchos y, lo peor,
la indiferencia de casi todos.
Ahora
es Portugal la más arrasada, junto a Galicia, hace unos días Madeira y La Palma,
la semana que viene a saber dónde se avivará un foco. Miles de personas y
costosos medios se destinarán a evitar que las llamas que tan fácilmente fueron
prendidas sigan creciendo. Pero es probable que, con el final de agosto, el
recuerdo de los incendios pase, nos olvidemos de ellos por completo, la tierra yerma,
arrasada sea el nuevo paisaje, y el autor de tanto daño ni sea perseguido ni condenado
ni repudiado. Cuando provocar un incendio lleve aparejada una pena de cárcel de
diez o veinte años o repoblar los montes sea algo que se haga de continuo, con
fuego o no, será señal de que nos importan estos desastres. De momento, nada de
nada. Muy triste.
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