Cuando nos enfrentamos a la obra
de un artista fallecido debemos asumir que no seremos capaces de entender todo
lo que el autor quiso mostrarnos en su trabajo. Falta su testimonio, su
narración de por qué hizo tal o cual cosa. La música, lenguaje abstracto donde
los haya, está llena de enormes vacíos conceptuales, agujeros negros que
atrapan pero cuyo significado y funcionamiento son incomprensibles. ¿Qué quiso
decir Bach, por ejemplo, con el arte de la fuga? La pintura es un arte más
realista pero, aunque parezca más sencillo, supone muchas veces un reto tan
obtuso como el de la música. Nunca lo entenderemos todo. Nunca.
La espectacular exposición de El Bosco que
estos días se ofrece en el Museo del Prado supone una de las cumbres en lo
que a retos interpretativos se refiere. La obra del autor, famosa en el mundo
entero, y cuyas piezas principales pertenecen a la colección del museo
madrileño, suscita admiración y es famosa entre entendidos de la pintura,
profanos y los que apenas han pisado un museo. Trípticos como el jardín de las
delicias o el carro de heno han sido utilizados como imagen comercial infinidad
de veces y son universalmente reconocidos. Otros cuadros presentes en la
exposición, como el excelente tríptico de las tentaciones de San Antonio,
depositado en Lisboa, poseen su estética inconfundible, pese a no ser tan
afamados. Al leer las notas de mano de la exposición, y con el bagaje que uno
tiene de haber leído en otros sitios, reconoce en los cuadros del pintor
flamenco las alegorías del cielo, el infierno, los virtuosos y los pecadores, y
ese mensaje de redención y castigo que quiere transmitir a los que no se toman
la vida con el rigor debido. Pero a la hora de la verdad, uno se planta delante
de esos cuadros y lo que más recibe es la más absoluta extrañeza, extrañeza
porque nada de lo que hay ahí pintado es real, ninguna de las decenas, cientos
de figuras que pueblan algunas de sus obras son normales, ni procedentes de una
imaginación convencional. Cada cuadro de El Bosco es una galería de sujetos,
formas y criaturas completamente lisérgicas, oníricas, salidas de unas
pesadillas o sueños que son, realmente, difíciles de imaginar. ¿Qué son cada
una de esas figuras? ¿Qué representan? ¿Por qué ese autor, sólo él, nadie antes
ni después, creo ese universo fantasmagórico? A medida que veía los cuadros el
número de preguntas no dejaba de crecer en mi cabeza, como cada vez que me
pongo delante de una obra suya. La veo, entiendo el concepto que quiere
transmitir si me alejo de ella, pero en cuanto me acerco, ya no entiendo nada. Estoy
completamente perdido entre la nube de bichos, arácnidos, humanoides, formas
ensangrentadas, peces voladores y demás fauna que desborda la imagen. Hay en
la exposición unas tablas procedentes de Venecia y, en una de ellas, se
representa la ascensión de las almas al cielo, un cielo distante, al fondo,
al que se accede a través de un largo y empinado túnel de luz, idéntico a las
visiones que relatan aquellos que han sufrido experiencias traumáticas, y se ve
como los cuerpos de los muertos, desnudos, son subidos por ángeles hasta la
boca de ese túnel. Esos ángeles pintados no tienen nada que ver con la
iconografía clásica, son seres alados, sí, pero sombríos, esforzados, aparecen
como empleados de un inframundo cuyo trabajo es cavar para rescatar los cuerpos
de los muertos. Carecen de aura, de imagen celestial, son oscuros, de alas
picudas y cuerpos enjutos. Representan otra forma de realidad, nada celestial,
y sí muy sombría. Ese cuadro, pintado hace medio siglo, es más transgresor con la
imagen de la religión que tenemos en nuestra mente que todo lo que se haya
hecho a posteriori. No hay nada como eso. Nada.
A lo largo de la exposición miraba, de vez en
cuando, al numeroso público que se arremolinaba junto a mi en torno a esos
cuadros fantasiosos, y me quedaba en todo momento la duda de qué es lo que
estaban viendo, de si entendían algo, de si serían capaces de sacarme de mi
duda y confusión. Quizás alguno de ellos hubiera sufrido, en algún momento, una
pesadilla atroz o algo similar en el que algunas figuras de las que crea El
Bosco hubieran tomado forma en su mente, y sería capaz de ponerles sentido,
sensación, significado, pasado, contenido… Como me sucedió durante la visión
del audiovisual, inmerso en el mundo onírico de un pintor excepcional, me
dejaba llevar por su obra pero, en todo momento, era incapaz de saber qué quería
decirme con ella, qué misterio encierran sus trazos.
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