Este fin de semana se ha
celebrado en Estambul una de las manifestaciones más multitudinarias de las que
se recuerdan en los últimos años, que deja a las concentraciones de nuestro
país y naciones vecinas convertidas en meras reuniones de comunidades de
vecinos. En una explanada gigantesca, diseñada para convertir al hombre en mera
pieza entre la multitud, Erdogan
se ha dado el baño de masas buscado para dar por derrotado definitivamente
el golpe (o lo que fuera) que hace casi un mes amenazó su posición
presidencial. El rojo de la bandera turca y la efigie del líder lo llenan todo.
No me gustan esas imágenes.
El supuesto golpe ha sido la
jugada maestra, o error de sus enemigos, que ha permitido al líder turco
convertirse no ya en el hombre fuerte del país, que ya lo era, sino en el
auténtico dueño y señor del estado. En la purga emprendida tras la intentona,
que aún sigue, y arroja cifras absurdas tanto de represaliados como de los
sectores afectados (creo que no se salva ni uno solo) Erdogan ha encontrado la
vía para eliminar a todo opositor a sus designios, acusándolo de pertenecer a
la cofradía de Fethulla Gülen. Pero con ser esto grave, no es lo peor. El
control de Erdogan del poder abre la puerta a una Turquía convertida en una
autocracia, en un régimen de hombre fuerte, algo que no tiene nada que ver con
lo que entendemos como democracia. La imagen del parlamento de Ankara,
seriamente dañado tras los bombardeos del golpe, es una metáfora de lo que ha pasado
con la democracia turca. Está por ver cuánto se tardará en reconstruir ese
edificio, pero es muy probable que ya nada de lo que pase en él tenga mucha
importancia. Elevado a los altares, nada impide ya a Erdogan imponer un
islamismo creciente en una nación que abanderaba el laicismo y que ve como los
principales defensores de esta corriente están siendo detenidos o huyen antes
de acabar en la cárcel. Ayer se supo que Erdogan viajará a Rusia esta semana
para visitar a Putin, enemigo acérrimo de los turcos tras el derribo del avión
militar turco en una refriega de la guerra de Siria, pero ya se sabe que los
aliados del señor del país son los aliados del país. Putin se mostró rápido a
la hora de apoyar a un Erdogan que apenas podía expresarse más allá de la
imagen de un teléfono móvil, y entre autócratas todo se puede arreglar con un
apretón de manos. La deriva turca hace que todos los acuerdos que ese país tenía
con terceros países sean ahora disposiciones que un hombre, sólo uno, puede
determinar si se cumplen o no, si poseen alguna validez o son papel mojado. Contempla
con miedo la UE la posibilidad de que el acuerdo firmado para el acogimiento de
refugiados se convierta en nada, dado que se mantiene la exigencia de Ankara de
que los turcos accedan a la UE sin necesidad de visado, exigencia que Bruselas
no acepta. Y lo que hasta ahora eran negociaciones más o menos tensas se han
convertido en la arbitraria decisión de un líder que, si quiere, rompe el
acuerdo, lo mantiene, da un plazo o hace cualquier otra cosa. Ante la multitud
de Estambul Erdogan afirmó que la pena de muerte será reinstaurada en el país
porque esa multitud la había pedido. Olvidó decir que él es el que más la
necesita para aplicarla a sus enemigos. Si alguna vez hubo opciones, que lo
dudo, de integración de Turquía en la UE, se acabaron hace pocas semanas.
La otra organización que observa, con el miedo
metido en el cuerpo, la deriva turca, es la OTAN. Socio fundamental, poseedor
de una posición geográfica que le hace estar metido en todas las “salsas” con
vecinos de probada y seria inestabilidad, Turquía es más necesaria para la OTAN
que lo que la Alianza lo es para los turcos. El mantener a un país como socio y
aliado mientras se desliza hacia una dictadura tan clara es, como mínimo, incómodo
para el resto de potencias occidentales. Y el acercamiento previsto a Putin no
ayuda en nada a tranquilizar a una Alianza que se ha encontrado, de golpe, con
un grave problema. Turquía va a seguir siendo fuente de noticias durante
bastante tiempo. Noticias no muy buenas, sospecho.
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