Frío, distante, seco, breve… el
encuentro de ayer en el Congreso entre Rajoy y Sánchez era esperado por muchos,
tan esperado como improductivo se preveía. Y así resultó ser. Ambos hombres
se saludan, se miran cordialmente al darse la mano, pero es la suya una
relación completamente rota, inexistente, similar a la que existe entre dos
estatuas de mármol que se mirasen una a la otra. En ese vacío y ausencia nada
puede fructificar, y no veo manera alguna para que, siendo tan necesario como
es, PP y PSOE puedan unirse no ya para una investidura, sino para afrontar
retos como el desafío soberanista, el sistema de pensiones o muchos otros.
Utiliza mucho Albert Rivera la
expresión de “guerra fría” entre los dos partidos para referirse a las
relaciones que exhiben, y me parece un símil muy apropiado. Muchos quizás no
recuerden las enormes expectativas que se creaban en torno a las reuniones, en
los setenta y ochenta, entre los mandatarios de EEUU y la antigua URSS, cumbres
que se contaban con los dedos, que empezaban con un apretón de manos entre las
dos personas más poderosas del mundo, que como Rajoy y Sánchez teatralizaban
una presunta buena relación, pero que no dejaban duda alguna sobre el continuo
y soterrado enfrentamiento que carcomía la relación entre los dos bloques. En esas
cumbres eran muchas veces los gestos y las formas lo que permitía a los
analistas poder sacar algo de juego a los encuentros, porque de los comunicados
oficiales tras los mismos casi siempre se deducía lo mismo. Mucha palabrería y
muy escasos avances. En ocasiones se llegaban a acuerdos para disminuir la
capacidad nuclear de ambas potencias, de tal manera que, utilizadas en su
integridad, fueran capaces de destruir este mundo en unas decenas de veces
menos sobre las miles y miles que lo eran. Y eso se saludaba como un síntoma de
distensión evidente. Y, casi siempre, a las pocas semanas de aquellos
encuentros, un conflicto en una nación del tercer mundo en el que se
enfrentaban fuerzas respaldadas por una y otra potencia se recrudecía, y los
supuestos avances vistos claramente por los analistas en los gestos de la
cumbre se convertían, otra vez, en nada. Así años y años hasta que una de las
potencias se derrumbó, en medio de la sorpresa de muchos, empezando por la de
los analistas que no lo habían previsto a través de gesto alguno. Es poco
probable que, o bien el PP o el PSOE, se derrumben, y dejen paso al otro
contendiente, pero no es menos cierto que de su profundo desacuerdo sale como
fruto la parálisis política que empieza a convertirse en un serio problema para
nuestro país, una vía para erosionar nuestras instituciones y una forma de
recluirnos, aún más si cabe, frente a nuestras responsabilidades y compromisos
en el exterior. La reunión de ayer ni siquiera tuvo teatralización, ninguno de
los asistentes puso esfuerzo alguno para que surgieran expectativas,
posibilidades de acuerdo, opciones o cualquier otro tipo de esperanza. Acudieron
prestos, se marcharon rápido y apenas dieron tiempo a que, si les sirvieron café,
se lo tomasen. Ni las formas se respetaron. Los analistas, esta vez, estaban de
acuerdo, ya que no había gesto alguno que sembrase la duda sobre un posible
acuerdo o relajación de posturas. Fue la de ayer una cumbre fracasada.
Y no es la primera y, me temo, no será la última.
Descontado el no a la investidura de Rajoy en esta intentona, el reloj del
calendario electoral se pone en marcha a partir de la votación de mañana y, en
las manos de los dos candidatos que ayer se vieron, sobre el peso de sus mutuos
fracasos recae la responsabilidad de no convertir este país en un desastre
desgobernado, que es a donde va camino de estar. Ni uno ni otro firmaría jamás
el acuerdo que cada uno de ellos selló con Ciudadanos, porque para ambos pactar
es perder. Y ni uno ni otro asumirán que son dos derrotados que, sin descanso,
luchan para que el país entero sea un campo de batalla arrasado. Ambos debieran
irse a su casa, pero en lo único que están de acuerdo es en no asumir sus
fracasos. Y así nos va.
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