¿Es usted de los que, a las
primeras de cambio, se mete una pastilla en el cuerpo cuando siente la mínima
dolencia o molestia? ¿Posee, como dice la cultura popular que todos tenemos,
una farmacia escondida en un armario? ¿Usa recetas de otras personas y tira de
las provisiones de sus familiares mayores? Si es así, desde luego lo que no
puede es sentirse sólo, dada la contundencia del titular de ayer.
España es líder en el abuso de medicamentos opioides, estimulantes y
tranquilizantes. Se consumen en algunos casos como si fueran caramelos, sin
control ni límite alguno.
Algunos de estos fármacos poseen
nombres muy famosos, como lexatín, trankimazín y orfidal, y es probable que
dada su extensión en breve sean utilizados por algunos padres para llamar así a
sus hijos, quizás con la esperanza de que sean tranquilos desde pequeño. Mi
cultura médica es escasa, la verdad, y reconozco que casi nada sabía de estos
tratamientos y productos hasta que llegué a Madrid, y empecé a comprobar que en
mi entorno laboral había algunas personas, no pocas, que tenían enormes dosis
de este tipo de pastillas, y empezó a sonarme esa retahíla de curiosos nombres
(¿quién es su creador? ¿hay reglas al respecto?) que aparecían por estantes,
cajones y demás habitáculos de la oficina. Si se presentaba u examen de algo,
no hay problema, un par de lexatines y ya está, decía uno, y así para cada
problema que pudiera surgir, un medicamento en función del stock disponible en
ese momento. Hasta donde yo sabía estos medicamentos sólo se podían conseguir
con receta médica, por lo que no tenía muy claro cómo era posible la abundancia
de pastillas en manos de personas que no tienen diagnóstico ni tratamiento
alguno, pero poco a poco dejé de preocuparme del asunto, en vista de que ese
movimiento de pastillas no cesaba y de que, como por arte de magia, siempre
había alguien que tenía una a mano por si “hacía falta”. Presumía yo, dentro de
mi habitual e ingenua inconsciencia, de no tener ni aspirinas en casa y de no
tomar ningún tipo de pastillas, ya que pensaba, y lo sigo haciendo, que sólo se
deben utilizar cuando realmente hacen falta. Pero cada vez que usaba este
argumento mucha gente, de todo tipo, me miraba raro y criticaba, porque no sabía
de lo que hablaba ni era capaz de darme cuenta de las ventajas que estas
pastillas otorgan. Seguía yo con mi argumentario clásico, diciendo que antes de
que esos tratamientos existieran, la mayor parte de los males para los que
actualmente se recetan se curaban con paciencia, cariño y espera, pero que hoy
en día no tenemos un minuto de paciencia, no damos tiempo a nada y, sobre todo,
nos falta cariño. Y nos tomamos la pastilla como sucedáneo de todo eso para
encontrar un remedio rápido, directo, que nos saque del problema que tenemos,
sea real o figurado, y que nos devuelva a la vida de falso color de rosa que
nos hemos inventado para lucir ante los demás. Y cuando así hablaba la crítica
ya era total y me quedaba en minoría absoluta, como para soñar en investiduras…
Sigo creyendo que hay pacientes que sufren males y personas azotadas por
traumas y experiencias duras a las que estos medicamentos les han abierto una
puerta de salida a sus problemas y, para ellos, han resultado ser muy útiles, pero
que para la inmensa mayoría de la población el consumo de estas pastillas lo único
que genera es una falsa sensación de paz y un progresivo enganche a unas
sustancias que tienen intensos efectos secundarios.
Quizás la mayor parte de los males que estas
medicinas curan se pueden paliar con descanso, tardes apacibles, visitando
lugares tranquilos, relajantes, practicando las aficiones que a uno le gustan,
oyendo las músicas que a cada uno le ponen, leyendo y, sobre todo, estando en
compañía de otras personas que nos quieran y traten bien. Reitero, para los que
sí las necesitan, estos tratamientos son un alivio y un avance indispensable
para proporcionarles una perdida calidad de vida emocional, pero para la inmensa
mayoría de nosotros, su consumo es una moda perjudicial en todos los sentidos
que, además, contribuye a trivializar los problemas de quienes realmente los están
sufriendo. En fin, más besos y miradas cómplices, y menos pastillas.
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