jueves, agosto 25, 2016

La tragedia de un terremoto conmociona Italia

Poco, muy poco, es lo que podemos decir sobre los terremotos. Apenas la certeza de que, donde se ha producido uno, y en las proximidades, otros vendrán en el futuro, pero de intensidad y características desconocidas. Y ese futuro al que nos referimos se mide en años, en periodos de retorno de mucho tiempo, algo que no sirve para alertar a una población que siempre requerirá horas, muchas o pocas, para poder ser desalojada. La ciencia aún no nos permite hacer pronósticos de esa precisión, ni nada que se le acerque, para poder salvar vidas. En este sentido, estamos inermes ante ellos. Sólo la seguridad de las construcciones nos puede ayudar.

Hace siete años, en 2009, un seísmo fuerte, de más de seis grados, afectó al interior de Italia y dejó enormes daños materiales en la localidad de L’Aquila, junto a cerca de trescientos muertos. Esa zona, de orografía complicada, está marcada por las montañas que son fruto del choque entre la placa adriática, que presiona a Italia en sentido España, y la italiana, que aleja la península de la bota del sur del mediterráneo y la lleva contra Europa, creando los Alpes como marca de impacto. La placa adriática es pequeña, carece de la fuerza suficiente y acaba subsumida debajo de la italiana, y cada paso que da metiéndose debajo de ella es un temblor, a veces imperceptible, otras veces devastador. Esta explicación teórica apenas sirve para dar un contexto a lo que pasó entonces y lo que sucedió ayer, con un temblor muy similar al de 2009 y con unas consecuencias parecidas, tanto de devastación como, horror, en el número de muertos, que ya supera ampliamente los dos centenares. En este caso las localidades afectadas son más pequeñas, dispersas y situadas como un reguero de perlas en las proximidades de las bellas montañas de las que, gracias al turismo, vivían en gran manera. Y ha querido el destino que el temblor se produjera en el peor de los momentos posibles, en pleno agosto vacacional, momento en el que las poblaciones de estas villas crecen atraídas por ese turismo natural, y a las tres de la mañana, cuando todo el mundo que allí se encontraba dormía, o lo intentaba, bajo techo. De haberse producido el desastre de día las consecuencias materiales serían igual de destructivas pero, es muy probable, que el número de víctimas fuera menor, al encontrarse muchas de ellas en la calle o realizando excursiones. No ha habido ese margen. Edificio que se desplomó por la noche y que estaba habitado, lugar en el que probablemente la muerte haya decidido quedarse. Como en todos estos desastres hay historias de suerte, personas que en el momento del temblor estaban justo en una posición que permitió que algunos cascotes no les cayeran directamente y pudieran salir vivos, mientras que otros de nada se enteraron. Hay historias felices, otras desgraciadas y, la mayoría, mezcla de ambos sentimientos. Una mujer de ochenta años pudo ser rescatada casi ilesa de debajo de lo que era su casa, donde parecía imposible que nada hubiera sobrevivido, pero hasta donde los medios comentaron las asistencias, en su camino al hospital para revisarla, aún no le habían dicho que su hija de cuarenta y siete había perecido bajo esos mismos restos que, crueldad del destino, a ella le habían dado la oportunidad de sobrevivir. En pueblos pequeños como estos, donde todo el mundo se conoce, la sensación de desastre y el dolor por los caídos, de los que los vivos tendrán constancia plena de cómo fueron sus vidas y miserias, esa sensación digo, debe ser absoluta, irremediable, inconsolable.


Muestran los drones el casco antiguo de Amatrice, uno de los pueblos más devastados, en el que el campanario de la iglesia, tosco, no muy elegante, pero altivo, se mantiene en pie, sin que él mismo pueda decirnos como, en medio de unas calles que antaño eran paralelas con la iglesia en su centro, y ahora son una retícula deshecha, en la que varios bloques se han fusionado, perdiendo formas, tejados y estructuras, para convertirse en montañas de polvo y, bajo ellas, vidas deshechas. Siguen los servicios de emergencia y sanitarios dejándose la piel para tratar de rescatar a los que aún se encuentren bajo las ruinas, sabiendo que el tiempo corre contra ellos. El trabajo de esos héroes es el único consuelo que queda tras ver la imagen de la destrucción.

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