Poco, muy poco, es lo que podemos
decir sobre los terremotos. Apenas la certeza de que, donde se ha producido
uno, y en las proximidades, otros vendrán en el futuro, pero de intensidad y
características desconocidas. Y ese futuro al que nos referimos se mide en
años, en periodos de retorno de mucho tiempo, algo que no sirve para alertar a
una población que siempre requerirá horas, muchas o pocas, para poder ser
desalojada. La ciencia aún no nos permite hacer pronósticos de esa precisión,
ni nada que se le acerque, para poder salvar vidas. En este sentido, estamos
inermes ante ellos. Sólo la seguridad de las construcciones nos puede ayudar.
Hace siete años, en 2009, un
seísmo fuerte, de más de seis grados, afectó al interior de Italia y dejó
enormes daños materiales en la localidad de L’Aquila, junto a cerca de
trescientos muertos. Esa zona, de orografía complicada, está marcada por las
montañas que son fruto del choque entre la placa adriática, que presiona a
Italia en sentido España, y la italiana, que aleja la península de la bota del
sur del mediterráneo y la lleva contra Europa, creando los Alpes como marca de
impacto. La placa adriática es pequeña, carece de la fuerza suficiente y acaba
subsumida debajo de la italiana, y cada paso que da metiéndose debajo de ella
es un temblor, a veces imperceptible, otras veces devastador. Esta explicación
teórica apenas sirve para dar un contexto a lo que pasó entonces y
lo que sucedió ayer, con un temblor muy similar al de 2009 y con unas
consecuencias parecidas, tanto de devastación como, horror, en el número de
muertos, que ya supera ampliamente los dos centenares. En este caso las
localidades afectadas son más pequeñas, dispersas y situadas como un reguero de
perlas en las proximidades de las bellas montañas de las que, gracias al
turismo, vivían en gran manera. Y ha querido el destino que el temblor se
produjera en el peor de los momentos posibles, en pleno agosto vacacional,
momento en el que las poblaciones de estas villas crecen atraídas por ese
turismo natural, y a las tres de la mañana, cuando todo el mundo que allí se
encontraba dormía, o lo intentaba, bajo techo. De haberse producido el desastre
de día las consecuencias materiales serían igual de destructivas pero, es muy
probable, que el número de víctimas fuera menor, al encontrarse muchas de ellas
en la calle o realizando excursiones. No ha habido ese margen. Edificio que se
desplomó por la noche y que estaba habitado, lugar en el que probablemente la muerte
haya decidido quedarse. Como en todos estos desastres hay historias de suerte,
personas que en el momento del temblor estaban justo en una posición que
permitió que algunos cascotes no les cayeran directamente y pudieran salir
vivos, mientras que otros de nada se enteraron. Hay historias felices, otras
desgraciadas y, la mayoría, mezcla de ambos sentimientos. Una mujer de ochenta
años pudo ser rescatada casi ilesa de debajo de lo que era su casa, donde
parecía imposible que nada hubiera sobrevivido, pero hasta donde los medios
comentaron las asistencias, en su camino al hospital para revisarla, aún no le
habían dicho que su hija de cuarenta y siete había perecido bajo esos mismos
restos que, crueldad del destino, a ella le habían dado la oportunidad de
sobrevivir. En pueblos pequeños como estos, donde todo el mundo se conoce, la
sensación de desastre y el dolor por los caídos, de los que los vivos tendrán
constancia plena de cómo fueron sus vidas y miserias, esa sensación digo, debe
ser absoluta, irremediable, inconsolable.
Muestran los drones el casco
antiguo de Amatrice, uno de los pueblos más devastados, en el que el campanario
de la iglesia, tosco, no muy elegante, pero altivo, se mantiene en pie, sin que
él mismo pueda decirnos como, en medio de unas calles que antaño eran paralelas
con la iglesia en su centro, y ahora son una retícula deshecha, en la que
varios bloques se han fusionado, perdiendo formas, tejados y estructuras, para
convertirse en montañas de polvo y, bajo ellas, vidas deshechas. Siguen los
servicios de emergencia y sanitarios dejándose la piel para tratar de rescatar
a los que aún se encuentren bajo las ruinas, sabiendo que el tiempo corre
contra ellos. El trabajo de esos héroes es el único consuelo que queda tras ver
la imagen de la destrucción.
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