Agosto es, para casi todo el
mundo, sinónimo de un tiempo feliz, de días largos que acortan y noches que
crecen y se viven como nunca. De estancia en familia o con amigos, en parajes
nuevos, de descanso tras los meses de trabajo y de agotamiento, pura
extenuación, tras maratonianas excursiones, fiestas y descubrimientos. No
asociamos agosto a malas noticias, lo tenemos grabado en la mente vinculado a
lo bueno, desde la infancia, en la que los veranos eran eternos, daba igual el
tiempo que hiciese y el colegio, ese mal que era septiembre, estaba muy lejos.
Morirse es una mierda. Morirse en
agosto lo es aún más, y morirse en el verano de la vida es una injusticia
clamorosa. Ese verano vital es el tiempo de plenitud, esos años en los que, ya
superada la juventud clásica, creamos familias, vemos crecer a nuestros hijos
y, en compañía de la persona amada, o a la búsqueda de la misma, observamos la
vida con un cierto grado de perspectiva, porque ya superamos la convulsa
primavera. Que una enfermedad nos lleve al más allá en ese tiempo de plena
realización es cruel, infame, insoportable. Y muy injusto, si es que tiene
sentido ese concepto tan humano en relación a temas tan eternos como la vida y
la muerte. De todo esto pensaba ayer por la noche, bajo el tórrido calor de
Madrid, intentando buscar un poco el fresco fuera de casa, y no encontrándolo.
Horas antes había conocido la noticia de que uno de mis compañeros de clase de
quinto de EGB, AAM, que aún no había cumplido mi edad, había fallecido de un
cáncer. Residente en un pueblo vecino a Elorrio, coincidí esos años de escuela
con él y otros muchos compañeros, con los que he acabado formando una especie
de grupo emocional, todos unidos alrededor de la profesora, MEL, que nos
acompañó en esos años de infancia, de naciente primavera en la que nuestras
vidas, como tallos, eran prometedoras pero frágiles. No fui yo de los que más
tuvo relación en clase con AAM, y con el paso de los años le veía muy poco, apenas
una vez cada ejercicio en una cena mítica que organizamos en el final de
noviembre, a la que no siempre puedo acudir. Pero cada vez que nos
reencontramos todos y volvemos a rememorar nuestras andanzas infantiles, lo que
domina nuestros rostros no es la añoranza por el pasado, sino la alegría por lo
bien que nos lo pasamos y, quizás también, lo que aprendimos. En ese sentido
cada uno de los que formamos parte de aquellos años de EGB somos una pieza del
puzzle sentimental de todos los demás, una baldosa que marca el camino que
luego tomamos con el paso de los años. Las vivencias actuales, diversas y a
veces contrapuestas, como es normal, nos enseñan a todos cómo partiendo de ese
tronco común en el que coincidimos hemos llegado a formar nuestra ramita. La
pérdida de una de esas ramas, el corte, la caída, supone un daño para todo el
árbol, para todos los que tuvimos contacto con él, fuera este más intenso o no.
Ayer la noticia era el dolor compartido entre todos por la pérdida temprana,
inesperada, sorprendente y, sí, digámoslo en alto, injusta, de un compañero del
colegio, de alguien que nos aportó algo y al que algo dimos. Su marcha nos
entristeció a todos y nos deja hoy un poco más solos, en una clase más pequeña,
en la que uno de los pupitres está vacío, a sabiendas de que nunca más será
cubierto.
Su mujer y dos hijas serán las que hoy, mañana y
los días venideros sufran más su pérdida. Para ellas agosto dejará de ser algo
asociado a vacaciones, y sólo con el tiempo podrán encontrar el consuelo de ver
en estos días algo más que el recuerdo de la pérdida de su ser querido. Para nosotros,
su generación, supone una pérdida en verano. Miraba anoche el suelo, viendo
como empezaban a aparecer hojas caídas, resecas, que anuncian que el otoño, aún
lejos, se acerca. Como una rama caída llena de hojas secas, como una rosa
cortada que deja ver las espinas de su tallo, así fue el día de ayer para. Tratemos
de cuidar las flores de nuestros jardines hoy, mañana y siempre, para
protegerlas de los rigores del invierno
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