lunes, agosto 22, 2016

Boom turístico, también en Madrid

Este año será recordado como el del éxito absoluto del turismo. Un éxito desbordante en algunos casos, que amenaza con colapsar infraestructuras y zonas que ya no dan más de sí porque, literalmente, no cabe nadie más. Los precios aún no disparados, junto a los desastres propiciados por el terrorismo que viven los países rivales del Mediterráneo, unido todo ello a la estabilidad que se vive en nuestra costa en agosto hacen que podamos llegar a la sorprendente cifra de setenta millones de visitantes. El turismo supera ya el 10% del PIB y su forma de trabajar, contratar y vivir nos impone el ritmo a todo el país.

Pero no sólo hay turismo de costa, también de interior. Menos, sí, pero lo hay. Madrid es una ciudad que se vacía en agosto, sus moradores escapan del calor tórrido de la meseta rumbo a las playas, y cierto es que hasta hace unos años pocos les relevaban, y el aspecto de la ciudad era algo desangelado, pero de unos años a esta parte, especialmente desde que dejamos de salir en los medios globales a cuenta de la prima de riesgo y del desastre financiero, la avalancha de turistas que acuden a la ciudad no deja de crecer. Pasear por el centro un fin de semana de agosto es hacerlo, con el decorado de siempre, en medio de una sinfonía de lenguajes muy variados, donde siempre hay alguien que habla castellano, desde luego, porque se nos oye a mucha distancia, pero somos los que menos, y con diferencia. Y el boom también ha llegado a la ciudad, con lo que tiene de bueno y malo. Baste un ejemplo. No hace muchos años, cinco quizás, el Círculo de Bellas Artes abrió la terraza de su edificio para poder subir a ella y contemplar los paisajes urbanos de Madrid, una ciudad en la que no abundan los miradores, pese a que hay muchas posibilidades donde poder instalarnos (somos tontos). Las primeras veces que subí la entrada al ascensor costaba un euro, no éramos mucha gente y, una vez arriba, nada había salvo el embaldosado de la terraza, unas buenas barandillas que garantizaban la seguridad, la estatua de Minerva presidiéndolo todo y, como no, Madrid, visto desde una atalaya bonita pero, al no ser demasiado alta, sin la posibilidad de hacerse una idea de la dimensión plena de la ciudad. Eso sí, los cielos lucen como ningún otro y el atardecer es placentero hasta el extremo, con el sol poniéndose cerca del edificio de Telefónica. No éramos muchos los que estábamos allí, y se disfrutaba de una extraña sensación de calma. Recuerdo que alguna vez subí libro en mano, a leer con las vistas, y a estar pasando el rato en aquel alto. Esa ya no es posible. Poco a poco la terraza fue ganando adeptos y el Círculo, que no es tonto, vio en ello una interesante posibilidad de negocio, y al poco abrió una pequeña barra de bar en una esquina, donde se podían pedir refrescos y otros tragos. En un par de años la cosa cambió de golpe, y a la creciente audiencia de terraza se sumó la oferta de ocio. El Círculo transformó la terraza en una especie de playa ibicenca sin arena ni agua. Instaló un montón de tumbonas y camas sobre césped artificial y la barra inicial se transformó en tres barras repartidas por toda la terraza, junto a un cenador semiacristalado donde, previa reserva si no me equivoco, se puede comer y cenar con unas vistas privilegiadas. El año pasado aquello era parecido a una estación de metro cuando el tráfico es bueno. Cientos de personas residían arriba, de lo más chic muchas de ellas, parejas de postín y belleza de todo tipo, sexo y procedencia imaginable, degustando el lujo de un bar de copas de muchísimo nivel, en lo que antaño fue una terraza desierta. No éramos pocos los que subíamos sólo a pasar el rato, hacer fotos y deleitarnos con las vistas, pero la tranquilidad pasó a la historia. Y con el constante hilo musical de fondo, moderno y con aires de Ibiza mañanera, el silencio también.

Este sábado volví a subir, para ver atardecer y, sorpresa, había cola en la calle para coger el ascensor de subida, unos veinte minutos de espera por un ascenso que ya cuesta cuatro euros. Arriba, llenazo absoluto, camareros ajetreados y, por el tamaño, dimensión y número de copas que se trajinaban, una facturación de espanto, en lo que ya es uno de los locales de ambiente más concurridos de toda la ciudad. Las vistas siguen, y merecen la pena, pero la quietud de antaño ya no es sino el recuerdo de una época pasada, sepultada por decenas de lenguas extranjeras de turistas que recalan entre nosotros. Merece la pena subir, por lo mucho que se ve en todos los sentidos. Y como metáfora de la economía del país en el que vivimos.

No hay comentarios: