Este año será recordado como el
del éxito absoluto del turismo. Un éxito desbordante en algunos casos, que
amenaza con colapsar infraestructuras y zonas que ya no dan más de sí porque,
literalmente, no cabe nadie más. Los precios aún no disparados, junto a los
desastres propiciados por el terrorismo que viven los países rivales del
Mediterráneo, unido todo ello a la estabilidad que se vive en nuestra costa en
agosto hacen que podamos llegar a la sorprendente cifra de setenta millones de
visitantes. El turismo supera ya el 10% del PIB y su forma de trabajar,
contratar y vivir nos impone el ritmo a todo el país.
Pero no sólo hay turismo de
costa, también de interior. Menos, sí, pero lo hay. Madrid es una ciudad que se
vacía en agosto, sus moradores escapan del calor tórrido de la meseta rumbo a
las playas, y cierto es que hasta hace unos años pocos les relevaban, y el
aspecto de la ciudad era algo desangelado, pero de unos años a esta parte,
especialmente desde que dejamos de salir en los medios globales a cuenta de la
prima de riesgo y del desastre financiero, la avalancha de turistas que acuden
a la ciudad no deja de crecer. Pasear por el centro un fin de semana de agosto
es hacerlo, con el decorado de siempre, en medio de una sinfonía de lenguajes
muy variados, donde siempre hay alguien que habla castellano, desde luego, porque
se nos oye a mucha distancia, pero somos los que menos, y con diferencia. Y el
boom también ha llegado a la ciudad, con lo que tiene de bueno y malo. Baste un
ejemplo. No hace muchos años, cinco quizás, el Círculo de Bellas Artes abrió la
terraza de su edificio para poder subir a ella y contemplar los paisajes
urbanos de Madrid, una ciudad en la que no abundan los miradores, pese a que
hay muchas posibilidades donde poder instalarnos (somos tontos). Las primeras
veces que subí la entrada al ascensor costaba un euro, no éramos mucha gente y,
una vez arriba, nada había salvo el embaldosado de la terraza, unas buenas
barandillas que garantizaban la seguridad, la estatua de Minerva presidiéndolo
todo y, como no, Madrid, visto desde una atalaya bonita pero, al no ser
demasiado alta, sin la posibilidad de hacerse una idea de la dimensión plena de
la ciudad. Eso sí, los cielos lucen como ningún otro y el atardecer es placentero
hasta el extremo, con el sol poniéndose cerca del edificio de Telefónica. No éramos
muchos los que estábamos allí, y se disfrutaba de una extraña sensación de
calma. Recuerdo que alguna vez subí libro en mano, a leer con las vistas, y a
estar pasando el rato en aquel alto. Esa ya no es posible. Poco a poco la
terraza fue ganando adeptos y el Círculo, que no es tonto, vio en ello una
interesante posibilidad de negocio, y al poco abrió una pequeña barra de bar en
una esquina, donde se podían pedir refrescos y otros tragos. En un par de años
la cosa cambió de golpe, y a la creciente audiencia de terraza se sumó la
oferta de ocio. El Círculo transformó la terraza en una especie de playa
ibicenca sin arena ni agua. Instaló un montón de tumbonas y camas sobre césped
artificial y la barra inicial se transformó en tres barras repartidas por toda
la terraza, junto a un cenador semiacristalado donde, previa reserva si no me
equivoco, se puede comer y cenar con unas vistas privilegiadas. El año pasado
aquello era parecido a una estación de metro cuando el tráfico es bueno. Cientos
de personas residían arriba, de lo más chic muchas de ellas, parejas de postín
y belleza de todo tipo, sexo y procedencia imaginable, degustando el lujo de un
bar de copas de muchísimo nivel, en lo que antaño fue una terraza desierta. No éramos
pocos los que subíamos sólo a pasar el rato, hacer fotos y deleitarnos con las
vistas, pero la tranquilidad pasó a la historia. Y con el constante hilo
musical de fondo, moderno y con aires de Ibiza mañanera, el silencio también.
Este sábado volví a subir, para ver atardecer y,
sorpresa, había cola en la calle para coger el ascensor de subida, unos veinte
minutos de espera por un ascenso que ya cuesta cuatro euros. Arriba, llenazo
absoluto, camareros ajetreados y, por el tamaño, dimensión y número de copas
que se trajinaban, una facturación de espanto, en lo que ya es uno de los
locales de ambiente más concurridos de toda la ciudad. Las vistas siguen, y
merecen la pena, pero la quietud de antaño ya no es sino el recuerdo de una época
pasada, sepultada por decenas de lenguas extranjeras de turistas que recalan
entre nosotros. Merece la pena subir, por lo mucho que se ve en todos los
sentidos. Y como metáfora de la economía del país en el que vivimos.
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