Menos mal que en verano no pasan
cosas, como rezaba, se ha visto de manera infiel, el viejo aforismo de la
prensa. La sucesión de noticias de este final de julio ha batido todas las
marcas de la ignominia posible. Y no, no me estoy refiriendo a lo que pasa en
nuestro patrio político, que también es infame hasta el hastío, sino a lo que
sucede, de manera milagrosa, más allá de nuestras fronteras. Entiéndaseme bien,
el milagro está en que aún España no haya sido golpeada en este fatídico
verano, en el que todos los islamistas y descerebrados del mundo, valga la
redundancia, se han puesto a asesinar en Europa.
Quizás el atentado más repugnante
de todos, no tanto por el número de víctimas ni por su intención, sino por la
manera de ejecutarlo y la víctima escogida, fue el del asalto a la pequeña
iglesia del norte de Normandía perpetrado el martes 26, en el que un comando
islamista, compuesto por dos miembros ya fichados por las autoridades galas,
penetró en el templo de la localidad de Saint Etienne du Rouvray. En ese
momento apenas cinco personas se encontraban en la iglesia. Dos monjas, un
matrimonio laico y un cura, anciano, que oficiaba una pequeña misa para todos
ellos. Personas mayores, indefensas, pacíficas. Nada podían hacer en caso de
ser asaltadas por una banda de pillos, menos si un grupo terrorista se
enfrentaba a ellos. Lo sucedido en el interior de la iglesia es algo confuso,
ya que los autores del asalto fueron abatidos por la policía. Una de las monjas
logró escapar y dio la voz de alarma, y cuando varios minutos después los
atacantes salieron al exterior del tempo la policía gala no dudo un instante en
disparar, en vista del comportamiento suicida de estos salvajes. La otra monja
y la pareja laica fueron soltados por los terroristas y, tras ello, puestos a
salvo por la gendarmería, pero nada pudo hacerse por el cura, que se llamaba Jacques
Hamel. Jubilado, de 86 años, colaboraba con el templo en el que había
desarrollado la mayor parte de su trabajo pastoral. Los terroristas no lo
dudaron mucho y, obligando a los cuatros restantes del pequeño grupo de orantes
a presenciarlo, degollaron al sacerdote sobre el altar de la iglesia,
cometiendo un asesinato y, además, todo tipo de sacrilegios, independientemente
de la religión con la que sean juzgados, medidos o considerados. Hamel, 86
años, fue ejecutado de una manera cruel y perversa en el lugar en el que había
pasado la mayor parte de su vida y, seguramente, en el que nunca esperaba
encontrar la muerte, y desde luego jamás de esa manera tan abyecta. Rememorando
a Tomas Becket y Canterbury, Hamel volvió a ser un sacerdote víctima del
fanatismo, religioso en este caso, y su cuerpo el lugar en el que el acero
empuñado por el mal traspaso la carne del bienhechor. Los testigos,
horrorizados, vieron una escena que ni en la más loca de sus pesadillas
pudieron imaginar, y al parecer los autores del crimen lo grabaron en vídeo
para, seguramente, poder alardear del mismo en este mundo, en el virtual y el
de más allá, satisfechos hasta la médula de su alarde yihadista. La muerte y la
manera de morir de Hamel horrorizó a Europa la semana pasada, puso en el punto
de mira del terrorismo a los lugares de culto, por si faltaba alguno en la
lista, y nos hizo ver a todos, por si quedaba alguno con dudas, de que el
terror no distingue objetivos. Todos somos víctimas potenciales. Todos podemos
caer bajo su yugo.
Ayer,
en Francia, se rezó en todas las iglesias por la memoria de Jacques Hamel, por
su alma y por la de todos los asesinados por esta barbarie terrorista. Se
invitó a los creyentes musulmanes a que participasen de ese rezo, y no fueron
pocos los que se apuntaron. Se les ve junto a los demás, abatidos, perplejos y
tristes. Y es que el asesinato, se enmascare en motivos religiosos, políticos,
económicos, raciales o bajo cualquier otra bandera de conveniencia, es sólo
asesinato. La religión es un instrumento poderoso, y como tal puede ser muy
peligroso en manos de fanáticos que la utilicen para su provecho. Sea la vida
de Hamel ejemplo de cómo obrar en el marco de una creencia, de una fe.
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