lunes, agosto 07, 2017

Dunkerque, de Christopher Nolan

En 1940, tras su arrolladora victoria en Centroeuropa, las tropas nazis acorralan a la fuerza expedicionaria británica, que había acudido a la guerra al continente y se ve completamente sobrepasada. En la playa de Dunkerque los británicos, cientos de miles, esperan barcos que les puedan devolver a su isla para así salvarlos. La operación dinamo, organizada por Churchill, logra rescatar a más de 300.000 de estos hombres, usando para ello barcos del ejército y miles de embarcaciones civiles. El por qué, pudiendo, el ejército alemán no arrasó a este contingente de tropas es uno de los muchos misterios de la II Guerra Mundial.

Nolan da por supuesto que el espectador conoce la historia y, tras un mínimo, seco prólogo, que marca el tono de toda la película, le sitúa en el arenal francés, en medio de la desesperación de unas tropas que pensaban que iban a la guerra y lo que hacen es tratar de huir de su exterminio. Marca de la casa, Nolan entrecruza tres historias de ámbito temporal muy distinto. Por un lado, la vida durante una semana de un soldado en esa playa, tratando de alcanzar un transporte que le saque del continente, por otro el viaje de un día de un barco de recreo que, patroneado por un padre valiente, su hijo y un amigo, parten desde Inglaterra y cruzan el canal para rescatar a los pocos que puedan y, en tercer lugar, la lucha en el aire, durante una hora, de una cuadrilla de Spifires, los aviones ingleses, frente a los Stuka alemanes, en los cielos que anteceden a las playas francesas. La distinta velocidad de los hechos que narran cada una de estas historias parecería un obstáculo insalvable a la hora de juntarlas, pero una de las magias del creador es suspender el tiempo, engañarnos con su velocidad de paso, y aquí el efecto de simultaneidad que se logra es tan falso por imposible como asombroso por verosímil. Llega un punto en el que las tres historias se entrecruzan, casi al final, y todo adquiere pleno sentido, pero a lo largo de todo el metraje uno no tiene la sensación de avanzar a distinta velocidad. Todo transcurre normalmente. Es “Dunkerque” una película bélica algo inusual, como muchos han señalado, porque no se ve al enemigo, no hay esvásticas ni tropas nazis, sólo se le intuye y, cuando aparece, se le oye poderosamente. También es una película sin mucha sangre. Con muertos por doquier, pero sin desgarros, sin vísceras. Sin embargo la sensación de crueldad que transmite en todo momento es tan cruda como si viéramos despanzurrados a cuerpos de militares cada cierto tiempo. Es, si quieren, incuso más agobiante, porque el personaje del miedo está presente en todo momento. Miedo angustioso en los tripulantes del barco que caminan rumbo a lo desconocido, esperando lo peor. Miedo tenso entre los pilotos que buscan enemigos alemanes, y que deben contar casi a mano el combustible que les queda para poder retornar a casa y no quedarse para siempre en el Atlántico o, peor aún, territorio europeo. Y miedo absoluto, pánico sin fin, el que se vive en la playa, en la desesperación de casi atisbar, al fondo, los acantilados de Dover y saber que esa mínima distancia se puede volver infinita. Miedo que no deja de crecer entre los que permanecen en la arena, que se coagula en forma de desesperación creciente, en suicidios, en asaltos a barcos abandonados que se convierten en futuras tumbas, en la sensación escondida, cuando alguno de los afortunados sube a un transporte, de que nada es seguro hasta llegar a Inglaterra, y la certeza de que, cuando el barco tiembla y cruje, es porque el miedo, en forma de bomba aérea o torpedo, ha impactado contra él. El miedo, acentuado por una gran bansa sonora de Hans Zimmer, no abandona al espectador en todo momento, y se convierte en el leitmotiv de una cinta que, de una manera magistral, relata la absoluta crueldad y locura que es la guerra.


El rescate de gran parte de la tropa asediada, la huida, consentida por los alemanes, es vista como una victoria por unos británicos que ya daban por perdidas a sus tropas. Tras ese episodio proclamaría Churchill su discurso de “no nos rendiremos jamás” y en la película suena una versión de Nimrod, una de las variaciones Enigma de Elgar, para loar la bravura de la tropa y el pueblo inglés y, de paso, para recordar el enorme, inmenso, sufrimiento que va a sufrir el país a partir de ese momento. Sólo, con una Europa derrotada en manos de la tiranía nazi. Es también Dunkerque una película patriótica, sí, pero que exalta las virtudes de la libertad frente al enemigo totalitario, no las de unas naciones frente a otras porque, como acaba diciendo el comandante encarnado por Kenneth Branagh, “me quedo para esperar a sacar a los franceses”.

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