En 1940, tras su arrolladora
victoria en Centroeuropa, las tropas nazis acorralan a la fuerza expedicionaria
británica, que había acudido a la guerra al continente y se ve completamente
sobrepasada. En la playa de Dunkerque los británicos, cientos de miles, esperan
barcos que les puedan devolver a su isla para así salvarlos. La operación
dinamo, organizada por Churchill, logra rescatar a más de 300.000 de estos
hombres, usando para ello barcos del ejército y miles de embarcaciones civiles.
El por qué, pudiendo, el ejército alemán no arrasó a este contingente de tropas
es uno de los muchos misterios de la II Guerra Mundial.
Nolan da por supuesto que el
espectador conoce la historia y, tras un mínimo, seco prólogo, que marca el
tono de toda la película, le sitúa en el arenal francés, en medio de la
desesperación de unas tropas que pensaban que iban a la guerra y lo que hacen
es tratar de huir de su exterminio. Marca de la casa, Nolan entrecruza tres
historias de ámbito temporal muy distinto. Por un lado, la vida durante una
semana de un soldado en esa playa, tratando de alcanzar un transporte que le
saque del continente, por otro el viaje de un día de un barco de recreo que,
patroneado por un padre valiente, su hijo y un amigo, parten desde Inglaterra y
cruzan el canal para rescatar a los pocos que puedan y, en tercer lugar, la
lucha en el aire, durante una hora, de una cuadrilla de Spifires, los aviones ingleses,
frente a los Stuka alemanes, en los cielos que anteceden a las playas
francesas. La distinta velocidad de los hechos que narran cada una de estas
historias parecería un obstáculo insalvable a la hora de juntarlas, pero una de
las magias del creador es suspender el tiempo, engañarnos con su velocidad de
paso, y aquí el efecto de simultaneidad que se logra es tan falso por imposible
como asombroso por verosímil. Llega un punto en el que las tres historias se
entrecruzan, casi al final, y todo adquiere pleno sentido, pero a lo largo de
todo el metraje uno no tiene la sensación de avanzar a distinta velocidad. Todo
transcurre normalmente. Es “Dunkerque” una película bélica algo inusual, como
muchos han señalado, porque no se ve al enemigo, no hay esvásticas ni tropas
nazis, sólo se le intuye y, cuando aparece, se le oye poderosamente. También es
una película sin mucha sangre. Con muertos por doquier, pero sin desgarros, sin
vísceras. Sin embargo la sensación de crueldad que transmite en todo momento es
tan cruda como si viéramos despanzurrados a cuerpos de militares cada cierto
tiempo. Es, si quieren, incuso más agobiante, porque el personaje del miedo
está presente en todo momento. Miedo angustioso en los tripulantes del barco
que caminan rumbo a lo desconocido, esperando lo peor. Miedo tenso entre los
pilotos que buscan enemigos alemanes, y que deben contar casi a mano el
combustible que les queda para poder retornar a casa y no quedarse para siempre
en el Atlántico o, peor aún, territorio europeo. Y miedo absoluto, pánico sin
fin, el que se vive en la playa, en la desesperación de casi atisbar, al fondo,
los acantilados de Dover y saber que esa mínima distancia se puede volver
infinita. Miedo que no deja de crecer entre los que permanecen en la arena, que
se coagula en forma de desesperación creciente, en suicidios, en asaltos a
barcos abandonados que se convierten en futuras tumbas, en la sensación
escondida, cuando alguno de los afortunados sube a un transporte, de que nada
es seguro hasta llegar a Inglaterra, y la certeza de que, cuando el barco
tiembla y cruje, es porque el miedo, en forma de bomba aérea o torpedo, ha
impactado contra él. El miedo, acentuado por una gran bansa sonora de Hans
Zimmer, no abandona al espectador en todo momento, y se convierte en el leitmotiv
de una cinta que, de una manera magistral, relata la absoluta crueldad y locura
que es la guerra.
El rescate de gran parte de la
tropa asediada, la huida, consentida por los alemanes, es vista como una
victoria por unos británicos que ya daban por perdidas a sus tropas. Tras ese episodio
proclamaría Churchill su discurso de “no
nos rendiremos jamás” y en la película suena una versión de Nimrod, una de
las variaciones Enigma de Elgar, para loar la bravura de la tropa y el pueblo
inglés y, de paso, para recordar el enorme, inmenso, sufrimiento que va a
sufrir el país a partir de ese momento. Sólo, con una Europa derrotada en manos
de la tiranía nazi. Es también Dunkerque una película patriótica, sí, pero que
exalta las virtudes de la libertad frente al enemigo totalitario, no las de
unas naciones frente a otras porque, como acaba diciendo el comandante
encarnado por Kenneth Branagh, “me quedo para esperar a sacar a los franceses”.
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