Se demuestra que, para todas las
naciones, no hay mayor desgarro que una guerra civil. Aquí tenemos una polémica
semanal, cuando no diaria, a cuenta de la nuestra, acaecida hace ochenta años,
y cuyos rescoldos siguen muy vivos en la memoria y sentir de no pocos. La
gestión que se hace de la llamada memoria histórica es un asunto delicado, en
el que se mezclan ideología, sentimiento, revanchismo, dolor y ganas de
recuperar algo de lo perdido. No estamos dando un buen ejemplo de cómo sanar
algunas de esas cicatrices, algo que sólo se puede hacer desde la moderación,
el respeto y la seguridad de que en una guerra de ese tipo la incivilidad está
siempre muy bien repartida, y que los bandos, en muchísimos casos, no son
tales.
En EEUU, su guerra civil tuvo
lugar en el siglo XIX, y esta semana hemos visto nuevamente cómo aún hay
heridas abiertas en aquella sociedad, heridas que algunos fanáticos aprovechan
para alimentar sus causas, aunque de esa manipulación surjan daños tan enormes y
destructivos como los que llevaron en su momento al enfrentamiento. Como en
todos los casos, las causas de la guerra entre los yankies del norte y los
confederados del sur fueron múltiples, enlazadas entre ellas y de compleja
explicación. La esclavitud fue el argumento básico del enfrentamiento, pero uno
nada menor, relacionado con el primero, era la distinta estructura económica de
ambos bloques. El norte, liberal, emprendedor, necesitaba un cierto
proteccionismo para defenderé las incipientes industrias que surgían por
doquier, mientras que el sur, agrícola de latifundios algodoneros, demandaba
más libre comercio para poder exportar sin freno sus producciones de algodón
que, gracias a la mano de obra esclava, carente de coste, eran sumamente
rentables. Eliminar la esclavitud en el sur no suponía sólo que las fiestas del
principio de “Lo que el viento se llevó” perdieran estilo, no, sino la quiebra
del modelo económico en el que se basaba toda la zona, y por tanto la ruina de
los sureños. Eso lo sabían muy bien unos y otros. La guerra, disputada y cruel,
fue finalmente ganada por un norte que creía en los valores morales que le
llevaban al frente, contaba con una figura de porte universal, Abraham Lincoln,
y ejercía un músculo económico que permitía alimentar y surtir de munición a
tropas cada vez mejor preparadas. El sur, poseedor de buenos generales, como
Robert Lee, probablemente mejores que sus rivales del norte, contaba con un ejército
menos profesionalizado, y que se desgastó con rapidez. La economía sureña no
podía sostener un combate durante largo tiempo, y el espíritu de los “caballeros”
sudistas poco podía hacer ante el ejército cada vez más tecnificado del norte
(en una especie de preludio muy anticipado de lo que serían los primeros
compases de la IGM). La rendición del sur fue inapelable, y su estancamiento
económico, progresivo. Hoy en día los estados más pobres de EEUU coinciden, en
gran parte, con aquellos que tuvieron el sistema esclavista. Pese a perder la
guerra, muchas de las clausulas y modos de vida, basados en la segregación
racial, siguieron en pie durante gran parte del siglo XX, y en cierto modo, una
de las líneas históricas del pasado siglo en EEUU es la del proceso de
eliminación de esas discriminaciones. La lucha por los derechos civiles de la población
negra en EEUU ha sido larga, dura, costosa, y llena de momentos de esperanza
junto a muchos otros de frustración y dolor. Vimos, durante la presidencia de Obama,
el contraste inaudito entre una casa Blanca comandada por un negro junto a disturbios
raciales de intensidad casi olvidada motivados, en gran parte, por abusos
policiales injustificados. El problema de la segregación sigue vivo en gran
parte del país, y requiere un tratamiento delicado, continuo y firme en pos de
la defensa de los derechos de todos.
Por eso, actitudes como la de
Trump son de lo peor que se puede hacer desde una institución pública, que
encarna a la nación, representa a todos, y es financiada por todos. El
supremacismo que destila Trump y gran parte de sus asesores resulta tan
injusto y falso como las condenas de mantequilla que muchos gobernantes
nacionalistas hacían de los atentados de ETA cuando, forzados por la situación,
tenían que decir algo para cumplir el expediente. Y se les notaba la falsedad
de sus palabras. Trump adopta esa misma postura, opta por el bando
supremacista, racista, el bando que no duda en falsear hoy parte de la historia
del país, mañana cualquier otra cosa, para generar odio y conseguir apoyos
entre la barbarie. Trump es lo más nefasto que le ha sucedido a EEUU en mucho
tiempo.
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