Banderas con la esvástica nazi
ondeando con orgullo, unidas a mástiles sostenidos por varios brazos. Grupos de
personas que desfilan portando antorchas y entonando cánticos supremacistas.
Fuerzas paramilitares, formadas por civiles, pertrechadas de armamento, objetos
defensivos y aspecto siniestro, calles tomadas por un autoproclamado ejército
que exhibe su orgullo y muestra una fiereza despiadada y sin límite contra todo
aquel que no piensa como él. ¿Vemos imágenes en blanco y negro? ¿de una
Alemania de los años 30? No,
son escenas que nos llegan a todo color, a través de canales digitales, del año
2017, y provenientes de EEUU.
Junto con miles de miembros de
los ejército de otras muchas nacionalidades, cerca de medio millón de soldados
norteamericanos fallecieron en la Europa de los años cuarenta en su lucha
contra el ejército nazi, para liberar nuestro continente y, de paso, el resto
del mundo, de aquella odiosa amenaza. Hay cementerios repartidos por toda
Europa occidental que recogen los restos de muchos de aquellos combatientes, y
honran su memoria, el tributo de la vida que dieron para que usted y yo hoy estemos
aquí, en un continente libre, bajo una sociedad libre. Casi ochenta años
después de aquello, la memoria y recuerdo de esos soldados de EEUU es uno de
los muchos símbolos que fueron mancillados este pasado sábado por una
manifestación supremacista, que recorrió las calles de una pequeña ciudad del
estado de Virginia, llamada Chalottesville, y que ha despertado fantasmas que
estaban dormidos desde hace mucho. Dormidos, sí, pero no enterrados. La
retirada de la estatua del general confederado Robert Lee que se encuentra en
esa ciudad fue la excusa esgrimida para que decenas de organizaciones racistas,
xenófoba, extremistas y de un pelaje muy similar se congregaran en esa
localidad del sureste de EEUU para organizar un aquelarre siniestro con toda la
estética propia del nazismo, que de manera cutre parodiaba hace décadas uno de
sus grupos imitadores, el Ku Klux Klan, también unido a la “fiesta” del pasado
sábado. A ese encuentro del odio acudieron también opositores, gente que
provenía de otras partes del país, muchos de ellos defensores de los derechos
civiles, y también algunos alborotadores, que encuentran en la bronca una forma
de vida. Era cuestión de tiempo que los enfrentamientos tuviesen lugar, y se
produjeron, todo ello frente a unos cuerpos policiales completamente
sobrepasados, que o no previeron lo que iba a suceder, o dejaron hacer o tenían
miedo de meterse. Malo en todo caso. Un supremacista, imitando una de las
tácticas que emplean los indeseables de DAESH para extender su terror, se lanzó
en coche contra la multitud opositora y causó un muerto, una joven abogada de
treinta años, y decenas de heridos de distinta consideración, en lo que fue un
atentado terrorista de libro. El
autor del ataque fue detenido, y resulto ser un joven de veinte años, de Ohio,
enamorado del nazismo y supremacistas convencido, y sobre él pesa ya una
acusación de asesinato y varias de tentativa. La jornada del sábado acabó así
con el peor de los sabores posibles, con la conmoción ante lo sucedido y con
las tripas revueltas de gran parte de los EEUU y del resto del mundo ante unas
escenas que parecían sacadas del rodaje de una película de los años cuarenta,
pero que no eran sino la más cruda realidad de un sector, muy minoritario, pero
real, de la sociedad norteamericana. Y uno de los que más ha mimado a ese sector,
el actual Presidente Trump, termino por darle al día el carácter de siniestro,
emitiendo una especie de comunicado de condena por twitter en el que lamentaba
la violencia de todo signo acaecida ese día en Charlottesville, unas palabras
que parecían dictadas por la Batasuna de toda la vida y que eran las empleadas
cuando su socio ETA cometía un asesinato. Unas palabras que generaron indignación
en EEUU y que obligaron a puntualizar a la Casa Blanca horas después, cuando ya
Melania, su mujer, o Ivanka, su hija, habían condenado lo sucedido describiéndolo
como lo que era, un ataque terrorista de odio supremacista.
Por tanto, lo peor de lo sucedido
este fin de semana en esa localidad de Virginia, en la que muchos de sus
habitantes deben sentirse tan avergonzados como asustados, no es la actuación
exaltada de unos desquiciados, sino la comprensión que desde hace tiempo tienen
en parte de las filas republicanas, que los ve como una fuerza de vanguardia.
Los pesos pesados del partido Republicano condenaron con rapidez, firmeza y sin
titubeos la salvajada que había sucedido, pero Trump ha conseguido otorgar a
estos movimientos un aura de presencia que es tan real como aterradora. Llegó a
la presidencia envuelto en un mensaje de nacionalismo extremo, de autoafirmación,
de desprecio a los demás, y en ese ambiente cogen fuerza estos grupos. Trump va
camino de ser lo peor que le ha pasado a EEUU en décadas, y no deja de empeorar
día a día. Qué absoluto desastre.
Mañana es festivo nacional, y
casi en cada pueblo hay verbena. No habrá artículo. Disfruten y nos leemos el miércoles
16.
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