Demasiado trabajo para ser
agosto, algo no muy habitual, pero cuando toca, se sufre. Ayer por la tarde
unos amigos y compañeros de otra oficina del complejo en el que trabajo se fueron
a un paraje natural en la sierra a bañarse, y me dijeron que podía
acompañarles. No pude por toda la tarea que tengo pendiente y me lo perdí. Ya
por la noche, en un grupo común de whatsapp que tenemos junto con más personas,
les comenté que mandaran algunas fotos de la tarde que habían pasado para dar
envidia, y me contestaron que no habían hecho fotos. La respuesta me sorprendió
mucho, más en estos tiempos y, no lo negaré, me agradó.
Pasea uno una tarde por cualquier
sitio, y más en estos días de verano, y son legión los que hacen y se hacen
fotos, con monumentos de fondo, personas, árboles o lo que sea, y acto seguido
teclean compulsivamente su pantalla para compartir la imagen, el momento como
se dice ahora, en sus redes sociales. Es ya común esa imagen en la que se
asiste a un acto, póngase mitin, concierto o el que usted desee, y las luces de
las pantallas de los móviles lo inundan todo, y a través de ellas es como los
asistentes “ven” lo que sucede, mientras lo graban, emiten o guardan, con
vistas seguramente a compartirlo en los próximos instantes. ¿Cuántos están
viendo el acontecimiento con sus ojos? ¿Cuántos le están prestando atención en
persona? Todos están físicamente allí, pero emocionalmente actúan a través de
su móvil, no de sus sentidos. La usurpación del espacio y el tiempo que supone
el móvil en nuestras vidas va a más, aunque cada vez sea menos el margen de
crecimiento que le queda dado que ya toda nuestra existencia se realiza pegados
a él, y el número de adicciones y obsesiones que genera su comportamiento
compulsivo no deja de crecer de una manera alarmante. La satisfacción que nos
produce el “me gusta” a una foto que hemos colgada es tan intensa como volátil,
y eso nos lleva a buscarla nuevamente con un ansia equiparable a la de esas
patatas fritas que no puedes dejar de comer. La primera vez que vi a alguien,
más chicas que chicos, posando en el Retiro haciéndose decenas de fotos a sí
mismo, me quedé asombrado, me pareció lo más absurdo y aburrido del mundo, pero
luego he visto a muchos más ejerciendo eso que se denomina “postureo” para
autorretratarse y vivir de la imagen propia, saturar las redes de fotos en las
que el aspecto lo es todo y el resto, personas y entorno, mero decorado para
una especie de culto a uno mismo que alcanza la idolatría absoluta. Y cada
corazoncito que se acumula por cada imagen subida es un chute de adrenalina tan
gozoso que genera felicidad, vacua y fugaz, pero efímera y casi vacía. No crean
que soy un cascarrabias, no es ese mi objetivo. La idea de retratar los
momentos de la vida la tenemos todos y es muy buena, sirve para asentar el
recuerdo, para poder echar la vista atrás desde un tiempo futuro y recordar lo
que nos pasó esa tarde, o aquel momento, traer de nuevo a la mente
conversaciones de aquellas personas que aparecen con nosotros en esa imagen,
que es sólo un fondo plano con colores y formas, pero que nuestra mente logra
asociar a temperaturas, voces, tonos, sentimientos, generando un recuerdo pleno
que va mucho más allá del valor, importante, de una simple foto.
¿Cuándo fue la última vez que
usted hizo algo parecido a lo que hicieron mis amigos ayer? Realizar una
actividad, una excursión, un evento, la que sea, y no tomar fotos en ella. Hace
un tiempo que se puso de moda en Nueva York, o se decía, el dejar todos los móviles
encima de la mesa cuando se juntaban varias personas para comer o cenar, para
que ninguno de ellos cayera en la tentación de utilizarlo para ponerse a
teclear en presencia de los demás. Creo que lograr eso en una comida con
sobremesa es todo un reto, pero que bien podría ser el objeto a alcanzar en,
por ejemplo, este verano en el que nos encontramos. Pruebe, en la próxima
comida, con familiares y/o amigos. Dejen sus móviles lejos, custodiados, y atrévase
a vivir el “momento” (y luego a ver cuántos van a las redes y nos lo cuentan,
jejeje)
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