Bilbao
vivió conmocionado las navidades pasadas tras
el asesinato de un joven, vecino de la localidad de Amorebieta, sucedido en una
de sus más ilustres calles. Noche profunda, pocos días antes del gran
festivo, y el chico, de apenas cuarenta años, volvía de la cena navideña de la
empresa cuando en la calle Navarra fue asaltado por unos desconocidos que le
querían robar. Se llevaron su cartera, sí, pero no sin antes darle una paliza y
dejarle tirado en la acera, contra la que impactó y se destrozó el cráneo. Una
viuda y un crío de menos de diez años, sin saberlo, dormían a veinte kilómetros
de allí, ajenos a la desgracia que iba a truncar sus vidas para siempre.
Este
suceso desató críticas por la falta de seguridad en una ciudad en la que, una
vez sofocada al violencia terrorista, la ausencia de actos vandálicos es la
nota predominante. La detención de los autores del asesinato dejó una cierta
sensación de tranquilidad, al saberse ya que no iban a cometer más delitos,
pero un mal cuerpo generalizado, por tratarse de menores, uno de ellos de tan
sólo trece años, inimputable siquiera. Se supo que este grupo de salvajes estuvo
también implicado en otros hechos delictivos, como una agresión sexual que tuvo
lugar en Barakaldo, por lo que, al parecer, su detención suponía la
desarticulación de un auténtico comando del crimen. En medio de las
consecuencias de todo esto discurría la discusión sobre la seguridad en Bilbao
hasta que la semana pasada un matrimonio de ancianos era apaleado hasta la
muerte en su piso con la aparente causa de un chapucero robo de por medio. El
suceso tenía lugar en una modesta vivienda de Otxarkoaga, barrio a las afueras
de la ciudad, de mala fama en los ochenta, que ha mejorado algo con los años, pero
que desde luego está muy lejos de las luces del Guggenheim y los brillos del
ensanche. Otra vez el susto en el cuerpo, la denuncia de los vecinos ante la
ausencia de las patrullas de seguridad, la sensación de descontrol ante una
violencia irracional y sin sentido, y para las fuerzas de seguridad, una nueva
carrera para detener cuanto antes a los autores de semejante hecho, para que no
vuelvan a hacerlo, para llevarlos a la justicia y, sobre todo, para tranquilizar
a un vecindario y ciudad que no deja de tener en la crónica de sucesos el dolor
suyo de cada día. Ayer
la Ertzaina detuvo a los autores del ataque a los jubilados, uno en Balmaseda,
localidad cercana a la urbe, y otro en Bilbao, Se trata de dos chavales de
catorce años, sólo catorce años, otra vez menores, que tendrán que explicar lo
sucedido. Al parecer son vecinos del barrio de los jubilados, por lo que puede
que incluso les conocieran. ¿Planificaron su acto? Tenían pensado robar y
sabían que esos dos pobres viejos no iban a poder defenderse? ¿Por qué matarlos
a golpes y patadas? Preguntas estas, y otras decenas, que a todos nos surgen en
la cabeza al conocer hechos de este tipo, pero que ahora mismo quedan
subsumidas en la perplejidad al comprobar que los dos crímenes, el anterior y
posterior a Navidad, han sido cometidos por críos que debieran estar jugando y
empezando a descubrir la vida, adolescentes en el inicio de su viaje más
alocado. Con trece o catorce años, que penalmente es distinto pero humanamente es
lo mismo, esas criaturas han actuado con un sadismo y crueldad propio de matones
profesionales, de asesinos depravados, que no dudan en golpear a sus víctimas
hasta matarles, abusando de su fuerza y superioridad hasta el absurdo. Que esa
conducta se reproduzca, una y varias veces, en personas de tan corta edad me
deja tan asombrado como incapaz para ofrecer respuestas.
Ahora
surgirán artículos a montones sobre el mundo juvenil, la falta de expectativas,
la adicción a los videojuegos, los contextos familiares y personales de esos
chavales, de los que nada se, y otras decenas de posibles vías para obtener
respuestas ante este agujero negro de violencia. Y es probable que algo de
verdad se esconda en todas ellas, no lo niego, pero que un chaval de trece años
pegue una patada a un hombre en el suelo y lo remate, que un crío de catorce
golpee con sadismo a un anciano indefenso y moribundo en la cocina de su casa
es, ante todo, la muestra de un fracaso, de un desastre, social y personal, que
nos debe hacer reflexionar a todos. La excepcionalidad de hechos así los hace
destacar aún más, pero la gravedad de lo que reflejan nos obligan a todos a
meditar, mucho, sobre por qué suceden cosas así, y qué podemos hacer para
evitarlas.
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