En
Davos, Suiza, es donde se sitúa la acción de “La Montaña Mágica”, de Thomas
Mann, novela inmensa en tantos sentidos, que relata al estancia de Hans Castorp
en un sanatorio de montaña durante lo que iban a ser unas semanas, convertidas
finalmente en años, a lo largo de los cuales desfila la Europa burguesa previa
a la Primera Guerra Mundial. La novela ofrece un retrato perfecto de la
sociedad de su tiempo y el proceso de maduración de Castorp, que aprende algo
de todos los personajes que deambulan por aquel entorno. No se si ese espíritu
de retrato colectivo, de aunar a personajes, fue lo que inspiró a los creadores
del Foro Económico Mundial para situarlo en Davos, pero lo cierto es que se da,
quien es algo allí va, y quien no lo es, no.
España
ha estado ausente de Davos durante muchos años. Entiéndaseme bien, acudíamos
con una delegación, pero era de risa. Ausencia total de dirigentes de peso,
ocasionalmente algún ministro, pero nada relevante, como queriendo dar la
imagen, real, de que no nos importa la política exterior y asumiendo hasta el
extremo la irrelevancia práctica de nuestro país en el contexto internacional,
que para nosotros es un marco dado sobre el que muy poco podemos hacer más allá
de adaptarnos. Esta vez es diferente. Por
primera vez en la historia, el Rey ha acudido a Davos, en medio de la crisis
catalana, y con la idea central de restaurar la imagen de España ante el mundo
tras lo sucedido. Felipe VI ha hecho un discurso muy importante ante el
foro más relevante en el que podía estar, y no ha eludido la situación, ha
relatado el desgarro sucedido por Cataluña, el desafío soberanista, el marasmo
producido en el conjunto del país y el deterioro de nuestra imagen por todo lo
que ha pasado, y sigue sucediendo. El mensaje del Rey ha sido claro: la ley es
la garantía de que los derechos se respetan y de que la democracia se mantiene.
Sin ley, la democracia sucumbe ante la arbitrariedad, y ha sido muy acertado
vincular este mensaje, y el episodio catalán, incomprensible para muchos (cada
vez más para mi) con la ola populista que recorre el mundo, que extrema
posiciones, que transforma democracias en regímenes autoritarios y que pretende
disolver las bases de la libertad y los derechos que las sociedades abiertas
nos hemos dado. Hungría, en la UE, es un buen ejemplo de lo que un gobierno
populista puede llegar a destruir si alcanza el poder, Turquía es otro claro
caso de depreciación democrática y de camino hacia el autoritarismo, y no hay
duda de que los idearios de formaciones como el UKIP, Frente Nacional, Liga
Norte, Alternativa por Alemania y cosas por el estilo ansían hacer lo mismo en
sus respectivas naciones. Quizás pocos de los asistentes fuesen capaces de
resumir, en pocas palabras, que es lo que sucede en España y Cataluña, pero
entienden muy bien los movimientos extremistas que se dan en sus propias naciones.
Con su discurso Felipe VI hizo el mejor de los trabajos de lobby que he visto
en muchos años a favor de la imagen de España, y de paso se unió al
coro de voces que, encabezadas en Europa por Macron y Merkel, se han convertido
en resistencia frente al oscurantismo populista. Ayer Felipe VI puso a
España, durante un breve instante, en el foco de la actualidad internacional, y
ofreció la imagen de una sociedad abierta, libre, tolerante, que sufre
problemas y carencias, pero que no se repliega, que trata de avanzar, que trabaja,
que combate las ideas extremas, que aspira a un mundo abierto, libre, sabedora
de lo que es estar décadas en la oscuridad de la dictadura. ¿Cuánto supone, en
términos de imagen, de rentabilidad, de prestigio, de posicionamiento, un acto
como el del Rey de ayer? Mucho, muchísimo, algo reamente impagable. Y, por
cierto, del discurso y papel del Rey también debieran aprender los políticos
españoles, dirigentes y no, que ayer volvieron a quedar retratados al bajo
nivel en el que se encuentran, frente a la altura de Felipe VI.
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