jueves, enero 25, 2018

Davos, Felipe VI y el lobbysmo

En Davos, Suiza, es donde se sitúa la acción de “La Montaña Mágica”, de Thomas Mann, novela inmensa en tantos sentidos, que relata al estancia de Hans Castorp en un sanatorio de montaña durante lo que iban a ser unas semanas, convertidas finalmente en años, a lo largo de los cuales desfila la Europa burguesa previa a la Primera Guerra Mundial. La novela ofrece un retrato perfecto de la sociedad de su tiempo y el proceso de maduración de Castorp, que aprende algo de todos los personajes que deambulan por aquel entorno. No se si ese espíritu de retrato colectivo, de aunar a personajes, fue lo que inspiró a los creadores del Foro Económico Mundial para situarlo en Davos, pero lo cierto es que se da, quien es algo allí va, y quien no lo es, no.

España ha estado ausente de Davos durante muchos años. Entiéndaseme bien, acudíamos con una delegación, pero era de risa. Ausencia total de dirigentes de peso, ocasionalmente algún ministro, pero nada relevante, como queriendo dar la imagen, real, de que no nos importa la política exterior y asumiendo hasta el extremo la irrelevancia práctica de nuestro país en el contexto internacional, que para nosotros es un marco dado sobre el que muy poco podemos hacer más allá de adaptarnos. Esta vez es diferente. Por primera vez en la historia, el Rey ha acudido a Davos, en medio de la crisis catalana, y con la idea central de restaurar la imagen de España ante el mundo tras lo sucedido. Felipe VI ha hecho un discurso muy importante ante el foro más relevante en el que podía estar, y no ha eludido la situación, ha relatado el desgarro sucedido por Cataluña, el desafío soberanista, el marasmo producido en el conjunto del país y el deterioro de nuestra imagen por todo lo que ha pasado, y sigue sucediendo. El mensaje del Rey ha sido claro: la ley es la garantía de que los derechos se respetan y de que la democracia se mantiene. Sin ley, la democracia sucumbe ante la arbitrariedad, y ha sido muy acertado vincular este mensaje, y el episodio catalán, incomprensible para muchos (cada vez más para mi) con la ola populista que recorre el mundo, que extrema posiciones, que transforma democracias en regímenes autoritarios y que pretende disolver las bases de la libertad y los derechos que las sociedades abiertas nos hemos dado. Hungría, en la UE, es un buen ejemplo de lo que un gobierno populista puede llegar a destruir si alcanza el poder, Turquía es otro claro caso de depreciación democrática y de camino hacia el autoritarismo, y no hay duda de que los idearios de formaciones como el UKIP, Frente Nacional, Liga Norte, Alternativa por Alemania y cosas por el estilo ansían hacer lo mismo en sus respectivas naciones. Quizás pocos de los asistentes fuesen capaces de resumir, en pocas palabras, que es lo que sucede en España y Cataluña, pero entienden muy bien los movimientos extremistas que se dan en sus propias naciones. Con su discurso Felipe VI hizo el mejor de los trabajos de lobby que he visto en muchos años a favor de la imagen de España, y de paso se unió al coro de voces que, encabezadas en Europa por Macron y Merkel, se han convertido en resistencia frente al oscurantismo populista. Ayer Felipe VI puso a España, durante un breve instante, en el foco de la actualidad internacional, y ofreció la imagen de una sociedad abierta, libre, tolerante, que sufre problemas y carencias, pero que no se repliega, que trata de avanzar, que trabaja, que combate las ideas extremas, que aspira a un mundo abierto, libre, sabedora de lo que es estar décadas en la oscuridad de la dictadura. ¿Cuánto supone, en términos de imagen, de rentabilidad, de prestigio, de posicionamiento, un acto como el del Rey de ayer? Mucho, muchísimo, algo reamente impagable. Y, por cierto, del discurso y papel del Rey también debieran aprender los políticos españoles, dirigentes y no, que ayer volvieron a quedar retratados al bajo nivel en el que se encuentran, frente a la altura de Felipe VI.

Como contraste, hoy, en el mismo Davos, intervendrá Donald Trump, adalid de todo lo contrario a lo defendido por el rey. Trump es una anormalidad, más bien el reflejo de un problema de fondo, pero su discurso agresivo, proteccionista, egoísta, basado en el miedo, el orgullo mal entendido, la superioridad manifiesta, el comportamiento altivo y el rechazo a la cooperación, representa lo peor de la política y de la sociedad. Mucho se esperan sus palabras, más con miedo que con ganas, y de no producirse sorpresa alguna, volveremos a tener otra triste jornada en la que uno de los hombres más poderosos del mundo utilizará su influencia en pos del perjuicio global. Luces ayer en Davos, probables sombras hoy. Como consejo, lean a Thomas Mann, sus novelas son espléndidas.

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