Dando
por sentado que todos sabemos que Kabul es la capital de Afganistán, ¿sería
usted capaz de situarla en el mapa? ¿Conoce alguien a alguna persona que viva
allí? ¿Sabemos algo de lo que sucede en el día a día de esa ciudad, de los
gustos de sus habitantes, de los resultados de sus equipos deportivos? ¿es
Kabul algo más que un nombre? Quizás alguien posea referencias, contactos,
historias relacionadas con esa ciudad, pero es probable que pocos, muy pocos en
nuestro entorno estén en esa situación. Para nuestras vidas, Kabul está muy
lejos en lo físico, pero a una distancia infinita en lo emocional, y en el
fondo, nada de lo que allí suceda nos importa o afecta en exceso.
Este
fin de semana, otro atentado en Kabul ha sacudido a la ciudad, provocado
decenas de muertos y convertido sus calles en improvisados campos de batalla y
a cualquier local afectado en morgue temporal. Un
suicida ha hecho estallar los explosivos que portaba, que llenaban su vehículo,
una ambulancia bomba, causando un centenar de muertos y un número mucho
mayor de heridos. Piensen por un momento en la contradicción absoluta que
encierran las palabras “ambulancia bomba”, el unir un sinónimo de salud y
auxilio con el terrorismo más indiscriminado. De esa combinación aberrante sólo
puede surgir el horror que ha segado vidas en un Kabul que, día tras día, se
hunde en una espiral de atentados terroristas talibanes que conmocionan a sus
sufridos habitantes y les hacen vivir, para siempre, en la pesadilla de la guerra.
Las imágenes que hemos podido ver a lo largo del fin de semana, que no han sido
demasiadas, son indistinguibles de las que vimos la semana pasada y hace otras
tantas. Carreras, cuerpos, dolor, rabia, sufrimiento, cascotes, coches
destrozados, calles polvorientas y secas, y confusión y un constante idioma que
se nos hace ajeno e indescifrable. Uno ve el mapa de la ciudad y la posición de
los últimos atentados y se da cuenta de lo que están sufriendo los residentes
de ese lugar, sometidos a un constante ataque por parte de los integristas
islámicos, sin que a mucha gente le parezca importarle. ¿Hemos visto campañas
en internet con corazoncitos asociados a Kabul? ¿Se ha apagado la Torre Eiffel
o algún otro monumento emblemático como solidaridad con las víctimas y allegados?
No, nada de eso, ni ha sucedido, ni lo hemos demandado ni lo hemos echado en
falta. Porque Kabul está muy lejos, infinitamente lejos. El centro de las grandes
y famosas ciudades occidentales está, para muchos de nosotros, más cerca de
nuestro corazón e imaginario que el extrarradio de nuestras propias ciudades,
en las que vivimos y debiéramos sentir como propias. La esquina de la 42 con
Broadway es más identificable para casi todos nosotros que, pongamos, muchos
barrios madrileños sitos fuera de la M30, y lo mismo podríamos decir de zonas
de Londres, París, Roma, Ámsterdam y muchas otras urbes, donde lo que sucede lo
sentimos como propio, y su daño sí que nos duele. El atentado de este sábado en
Kabul se ha producido en la Plaza de Sadarat, según veo en internet, plaza cuyo
nombre no me dice nada. Podría ser Sadarot o Dasarat y me hubiera quedado
igual. Es un lugar vacío, lleno de personas y edificios, sí, pero vacío de
sentimientos para mi, y sospecho que para la mayoría. No nos dice nada, no lo ubicamos
ni en el espacio ni en sentimiento alguno. Este fin de semana ha sido escenario
de una salvajada, pero puede que nunca más en nuestras vidas oigamos ese nombre
y nada de lo que allí suceda vuelva a llegar a nuestros oídos, o aparecer en
nuestras pantallas. Y de hecho, casi seguro, para la hora de la comida, siendo
generoso, habré olvidado ese nombre, ese espacio en el callejero de Kabul, y
volverá al rincón de la nada de donde salió, explosivamente, este sábado.
Años
y años de guerra en Afganistán que, nuevamente, se traducen en inestabilidad y
descontrol, con un gobierno local que parece estar perdiendo no el terreno,
pero sí la seguridad, frente a os talibanes y todo tipo de insurgencia
yihadista que ataca sin piedad a la capital y a otros lugares aún más remotos y
desconocidos. Tras las guerras famosas y mediáticas, Afganistán y sus
desgracias han sido confinados al espacio intermedio de la actualidad
internacional, a la tierra de nadie informativa a la que no se le presta
demasiada atención, más bien poquísima, y que no vende nada. Pero las
desgracias se suceden, y hoy esa plaza de Sadarat será escenario de duelos,
llantos e intentos de vuelta a una forzada normalidad, hasta el siguiente
atentado. Ojalá sea capaz de recordar el nombre de esa plaza, ojalá no pueda
olvidarlo.
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