martes, enero 16, 2018

La banda corrupta de Convergencia

El mérito inicial se lo debemos a Pascual Maragall. Él fue quien, en el Parlament, cuando aún el recinto no había sido vejado por los totalitarios, dijo en alto eso de “ustedes tienen un problema y se llama 3%” y todo el mundo, empezando por los suyos, salieron a la contra, acusándole de difamar, de acusar sin pruebas y, sobre todo, de haber roto la omertá, la ley del silencio que reinaba desde hacía décadas sobre la política catalana. ¿Quién se creía que era él, uno que no pertenecía a la élite, para destapar aquello? ¿cómo osaba a hablar de lo que nadie debía ni podía? Eso “no tocaba, nunca” hubiese dicho el jefe del clan, el Pujol máximo, y junto a él, Mas y el resto de secuaces.

La sentencia del caso Palau, conocida ayer, pone negro sobre blanco la trama corrupta que, durante décadas, ha alimentado las boyantes finanzas del nacionalismo político catalán, en el que el dinero entraba con toda la naturaleza del mundo y compraba voluntades, proyectos, cargos y designios. Envueltos entonces en la Senyera, Pujo y los suyos organizaron una fantástica maquinaria política, que rendía como pocas elección tras elección, y de paso un contubernio financiero que drenaba recursos de las arcas públicas y de instituciones sociales con los que amamantar a las huestes de la prole y a los cargos del partido. CiU expoliaba a la vez que sacaba muchos votos, y se convertía en una fuerza necesaria para la gobernabilidad en el conjunto de España, lo que le hacía sacar más votos en el terruño catalán y mucho más dinero allí y en todas partes. Una vez estuvo a punto de descarrilar el invento, y fue con el caso de Banca Catalana, un chiringuito financiero en el que estaban los Pujol y varios de los que serían luego altos cargos de la Generalitat durante décadas. Aquel caso acabó diluyéndose en los tribunales ante la pasividad de unas acusaciones que sabían que no debían de actuar con rigor. No convenía de cara a la estabilidad del país, de España. “No tocaba”. Con el paso de los años, la retirada de primera línea de Pujol y su clan y la ascensión de Mas al poder autonómico, el sistema se mantiene plenamente en marcha, pero CiU ya no saca tantos votos como antes, empieza a mostrar síntomas de debilidad, su electorado envejece y no logra captar a los jóvenes, desencantados. Y llega la crisis, la devastadora crisis, que para Ciu supone, sobre todo, la disminución de las mordidas porque los corruptures (absueltos en este caso, grave error) tienen menos dinero. Mala época para robar a un presupuesto público que mengua día a día. Mas se ve obligado a hacer recortes en las políticas públicas para mantener su cargo (y la red clientelar que sostiene) y llega al fondo de una crisis económica en la que empieza a sentir el riesgo de ser derrotado, apartado del cargo y, sobre todo, privado de sus pingües ingresos. Y Mas se asusta, pero como no es tonto, piensa y piensa y se le ocurre una idea. Coge la Senyera convergente y la transforma en estelada. Se envuelve en ella y usa todos sus recursos para convertirse en el líder de una nación oprimida que demanda libertad (y mordidas), y hace todo lo posible para que el independentismo cale como solución mágica entre una sociedad desnortada, golpeada por la crisis, asustada y sin referentes. El experimento le sale bien al principio pero, como les sucede a todos los aprendices de brujo, se le desmadra, y acaba con su cargo político, que es ocupado por el actual fantasma de Flandes. Los jueces cercan a la antigua CíU y ni siquiera la mafiosa comparecencia de Pujol en una comisión del Parlament, que ni Scorsese hubiera imaginado como guion de una de sus películas, logra apaciguar los ánimos. El cerco judicial se estrecha y Mas, acorralado, se va retirando de sus cargos hasta que, la semana pasada, cuatro días antes de conocer la sentencia, dimite de todos ellos alegando excusas de mal pagador (pero muy muy buen cobrador).


Escuchar ayer a los actuales responsables del PdCAT, o al propio Mas, afirmar que su formación no tiene nada que ver con Convergencia y que la sentencia no les atañe sólo servía para demostrar que no hay nada más duro en la naturaleza que la cara de un sinvergüenza. La condena expone una forma de corrupción, de robo, de usurpación de las instituciones para beneficio privado que es tan burda y zafia como intensiva y efectiva. Una manera de robar para el partido y para la vida privada de los corruptos que, durante décadas, se vio como algo natural, como el derecho adquirido de quienes, como los Pujol, Mas y resto de la banda, se veían como “seres superiores” a los que les rodeaban. ¿Cómo Maragall osaba a denunciar algo así? ¿Quién se creía acaso que era?

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