El
mérito inicial se lo debemos a Pascual Maragall. Él fue quien, en el Parlament,
cuando aún el recinto no había sido vejado por los totalitarios, dijo en alto
eso de “ustedes tienen un problema y se llama 3%” y todo el mundo, empezando
por los suyos, salieron a la contra, acusándole de difamar, de acusar sin
pruebas y, sobre todo, de haber roto la omertá, la ley del silencio que reinaba
desde hacía décadas sobre la política catalana. ¿Quién se creía que era él, uno
que no pertenecía a la élite, para destapar aquello? ¿cómo osaba a hablar de lo
que nadie debía ni podía? Eso “no tocaba, nunca” hubiese dicho el jefe del
clan, el Pujol máximo, y junto a él, Mas y el resto de secuaces.
La
sentencia del caso Palau, conocida ayer, pone negro sobre blanco la trama
corrupta que, durante décadas, ha alimentado las boyantes finanzas del
nacionalismo político catalán, en el que el dinero entraba con toda la
naturaleza del mundo y compraba voluntades, proyectos, cargos y designios.
Envueltos entonces en la Senyera, Pujo y los suyos organizaron una fantástica
maquinaria política, que rendía como pocas elección tras elección, y de paso un
contubernio financiero que drenaba recursos de las arcas públicas y de
instituciones sociales con los que amamantar a las huestes de la prole y a los
cargos del partido. CiU expoliaba a la vez que sacaba muchos votos, y se
convertía en una fuerza necesaria para la gobernabilidad en el conjunto de
España, lo que le hacía sacar más votos en el terruño catalán y mucho más
dinero allí y en todas partes. Una vez estuvo a punto de descarrilar el
invento, y fue con el caso de Banca Catalana, un chiringuito financiero en el
que estaban los Pujol y varios de los que serían luego altos cargos de la
Generalitat durante décadas. Aquel caso acabó diluyéndose en los tribunales
ante la pasividad de unas acusaciones que sabían que no debían de actuar con
rigor. No convenía de cara a la estabilidad del país, de España. “No tocaba”.
Con el paso de los años, la retirada de primera línea de Pujol y su clan y la ascensión
de Mas al poder autonómico, el sistema se mantiene plenamente en marcha, pero
CiU ya no saca tantos votos como antes, empieza a mostrar síntomas de
debilidad, su electorado envejece y no logra captar a los jóvenes,
desencantados. Y llega la crisis, la devastadora crisis, que para Ciu supone,
sobre todo, la disminución de las mordidas porque los corruptures (absueltos en
este caso, grave error) tienen menos dinero. Mala época para robar a un
presupuesto público que mengua día a día. Mas se ve obligado a hacer recortes
en las políticas públicas para mantener su cargo (y la red clientelar que
sostiene) y llega al fondo de una crisis económica en la que empieza a sentir
el riesgo de ser derrotado, apartado del cargo y, sobre todo, privado de sus
pingües ingresos. Y Mas se asusta, pero como no es tonto, piensa y piensa y se
le ocurre una idea. Coge la Senyera convergente y la transforma en estelada. Se
envuelve en ella y usa todos sus recursos para convertirse en el líder de una
nación oprimida que demanda libertad (y mordidas), y hace todo lo posible para
que el independentismo cale como solución mágica entre una sociedad desnortada,
golpeada por la crisis, asustada y sin referentes. El experimento le sale bien
al principio pero, como les sucede a todos los aprendices de brujo, se le
desmadra, y acaba con su cargo político, que es ocupado por el actual fantasma
de Flandes. Los jueces cercan a la antigua CíU y ni siquiera la mafiosa
comparecencia de Pujol en una comisión del Parlament, que ni Scorsese hubiera
imaginado como guion de una de sus películas, logra apaciguar los ánimos. El
cerco judicial se estrecha y Mas, acorralado, se va retirando de sus cargos
hasta que, la semana pasada, cuatro días antes de conocer la sentencia, dimite
de todos ellos alegando excusas de mal pagador (pero muy muy buen cobrador).
Escuchar
ayer a los actuales responsables del PdCAT, o al propio Mas, afirmar que su
formación no tiene nada que ver con Convergencia y que la sentencia no les
atañe sólo servía para demostrar que no hay nada más duro en la naturaleza que
la cara de un sinvergüenza. La condena expone una forma de corrupción, de robo,
de usurpación de las instituciones para beneficio privado que es tan burda y
zafia como intensiva y efectiva. Una manera de robar para el partido y para la
vida privada de los corruptos que, durante décadas, se vio como algo natural,
como el derecho adquirido de quienes, como los Pujol, Mas y resto de la banda,
se veían como “seres superiores” a los que les rodeaban. ¿Cómo Maragall osaba a
denunciar algo así? ¿Quién se creía acaso que era?
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