Terminó
2017 y ha empezado 2018 con revueltas en Irán, que han cogido por sorpresa a
muchos, empezando por mí mismo. Lo que comenzaron siendo unos disturbios de
poca monta localizados en el noroeste del país se han extendido por numerosas
ciudades y han alcanzado gran fuerza. El régimen de los Ayatolas se ha puesto
serio para reprimir las protestas y el balance de fallecidos supera la
veintena, que se sepa. Tras ello el apagón informativo, el bloqueo de redes sociales
para impedir la difusión de las protestas y
las movilizaciones organizadas por el régimen para autoalabarse parecen
haber llevado la insurrección a un punto muerto, o al menos nada sabemos de si
siguen produciéndose protestas y represión de las mismas.
Sucede
todo esto tras un par de años en los que el poder e influencia de Irán en su
región no ha dejado de crecer. Es el más claro ganador de los convulsos
movimientos que se han producido en Oriente Medio en los últimos tiempos. Irak
ahora mismo se encuentra en su plena órbita de influencia, con muchos militares
iraníes sobre el terreno, dado el apoyo que presta a la amplia población chií
del país y al combate conjunto con los suníes locales frente a DAESH. La cada
vez más clara victoria de Asad en la guerra de Siria, debida sobre todo a la
ayuda rusa, hace que los chiíes sigan controlando aquella nación, y que los
soterrados esfuerzos de Teherán en la loca guerra siria hayan visto fruto en
forma de mantenimiento de un régimen aliado. Visto en conjunto, el poder de los
Ayatolas no deja de crecer, y por eso aún resulta más sorprendente que la
revuelta estalle justo ahora. Quizás todo se deba a lo de siempre, a lo poco
que conocemos realmente de la vida en esas sociedades y a sus problemas
diarios. La economía iraní no funciona, su renta sigue estancada y el
levantamiento de las sanciones internacionales tras el acuerdo nuclear y su
vuelta a los mercados se ha traducido en unas cifras macro interesantes pero en
nada que pueda ser tenido en cuenta por el ciudadano de a pie, que vive lleno
de privaciones. Los precios crecen, las importaciones son básicas para el
funcionamiento del país y la economía sigue siendo completamente disfuncional.
Quizás sea, precisamente, el esfuerzo realizado por el régimen en la política
exterior y el gasto militar asociado el que haya tensado hasta límites
insoportables la economía local y haya generado unas condiciones en las que las
protestas son inevitables. A estos factores debemos sumarles una población muy
joven, de bajísima edad media, que sólo ha conocido en su vida el actual régimen
y que lleva todo el tiempo sumida en una dictadura teocrática regida por unos
santones de mucha edad. Rohani,
presidente del país, y que encarna el aperturismo, o al menos la línea
moderada, ha tratado de calmar los ánimos y encauzar una crisis que, en
gran parte, deslegitima su política, sus intentos de modernización y apertura,
cercados tanto por la intransigencia del régimen como por agentes externos,
entre ellos el cerril Trump. Pero Irán es un país extraño en el que el
Presidente y demás cargos civiles son controlados por un comité de clérigos,
que actúan como una especie de Consejo Jedi que tutela la nación y posee el
poder auténtico sobre las instituciones y la gente. Ali Hamenei, Ayatola, líder
supremo de la nación, es el rector de ese consejo y el auténtico detentor del
poder en el país, y representa la línea más dura, en lo teocrático y
dictatorial, que no quiere oír ni una sola palabra de aperturismo. Suyas y de
su núcleo son las iniciativas de contramanifestación que llenaron los últimos
días las calles de Teherán y otras ciudades, y que se presentan como muestra de
fuerza y poder frente a una oposición debilitada y, sobre todo, una sociedad
civil maniatada.
En
este extraño cóctel tampoco debemos olvidarnos de la influencia exterior. EEUU
y, sobre todo, Arabia Saudí, están encantadas con todo lo que puedan ser
problemas en Irán, y desde luego apoyarán con todos los medios posibles las
protestas que surjan en ese país, sea quien sea el que las aliente y por la
causa que fuera. Eso complica mucho la situación de los que, legitimados ante
la pobreza y la dictadura de los ayatolas, tratan de enarbolar un discurso
modernizador, que con facilidad es tachado de traidor por parte de los sectores
más integristas y nacionalistas de un Irán orgulloso de ser persa y chií en
medio de tanto árabe suní. Como ven, un lío de cuidado en una zona cada vez más
convulsa y donde los problemas crecen, no así las economías y las libertades.
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