Ayer
salió en el Telediario la noticia de que el gobierno de Reino Unido ha creado
una Secretaría de Estado para atender los problemas de la soledad que, cada
vez, domina la vida de más personas en aquel país. Principalmente mayores, pero
no sólo, el número de personas que viven solas en sus hogares crece sin freno y
empieza a ser enorme, y las consecuencias sociales, sanitarias y personales
aumentan sin cesar. No piensen que este problema se da exclusivamente en
sociedades del norte, donde las relaciones personales son más difusas y el
sentido familiar menor que en nuestro entorno, no. Dense una vuelta por su vida
y la de las personas cercanas y verán que la soledad de muchos es total.
Escribía
Marta Fernández un duro y certero artículo este pasado Domingo en El País
titulado “cuando la soledad mata” en el que relataba experiencias y caso de
servicios sociales, en este caso de la cuidad de valencia que, cada vez más,
encuentran a ancianos muertos en sus casas sin que nadie los haya echado en
falta, notado su ausencia. Bomberos, servicios de asistencia y otras
profesiones sociales contaban su experiencia ante personas que, mayores,
débiles y solas, habían sufrido accidentes domésticos y que no habían podido
avisar a nadie para ser socorridos, y habían muerto en su hogar, atrapados en
él. Una caída a gran edad sin que nadie pueda atenderla se puede convertir en
una sentencia de muerte, creando una escena tan absurda como cruel. Imaginar la
agonía de una persona, tendida en el suelo de su casa, inmóvil, como sita en el
fondo del barranco más oscuro y remoto del mundo, estremece hasta el infinito.
La tecnología logra suplir en parte esta falta de conexión, y los servicios de tele
asistencia y botones de ayuda que, al ser pulsados, mandan un aviso a un equipo
sanitario para que acuda al domicilio de la persona en apuros pueden salvar
vidas, y de hecho lo hacen, pero son un paliativo, una venda puesta sobre la
herida de la soledad, el gran drama. Personas que gozaron de una vida activa en
sus años jóvenes y maduros, que tuvieron o no familia que procrear y cuidar, y
que con el paso de los años se han quedado solos, abandonados. Perdieron la cobertura
del empleo, que les garantizaba ingresos altos y, sobre todo, actividad diaria,
compañía y contacto con otros. Algunos no lograron superar el trauma que supone
la jubilación, la ruptura con décadas de trabajo, madrugones y obligaciones, que
tanto se critican de puertas para fuera pero que, no nos engañemos, tanto se
necesitan. Puede que la mayoría tuvieran familia, fuesen padre o madre, y
durante muchos años sus hijos y parejas fueron el centro de sus vidas más allá
del trabajo, pero ese centro voló hace demasiado tiempo. Tantos son los hijos
que no visitan a su padres cuando son mayores como las viudas, especialmente
ellas, que sobreviven muchos años a la muerte de maridos que nunca se cuidaron
como debían y fallecieron a edades más tempranas de lo debido. El porcentaje de
mujeres solas es mayoritario, y mantienen rutinas como la de cocinar o las
tareas domésticas, que les ayudan a pasar el tiempo y a sentirse útiles para sí
mismas, y para mantener acogedor el entorno en el que se desenvuelven, pero que
pueden llegar a ser peligrosas y generar accidentes potencialmente graves,
especialmente los relacionados con fuegos, aceites y todas esas cosas
culinarias. Esas personas, lo que más necesitan en la vida, es alguien con
quien, de vez en cuando, poder hablar, mirar, sentirse acompañado, saberse
rodeado en caso de problemas. No volverán los años de vida intensa, activa y
compartida, pero al menos conservar un enganche con los demás, un ancla que
impida que su vida derive hacia el agujero de la soledad absoluta.
Vivo
solo, desde hace algunos años, también lo hace mi madre, desde la muerte de mi
padre, y mi caso supongo que no tiene nada de original. En una ciudad como
Madrid, atestada de gente, la soledad se percibe como algo más absurdo y, por
ello, cruel. Nadie está más solo que el que vive rodeado de gente para la que
no existe. Miro por la ventana de la oficina, contemplo miles y miles de
edificios, millones de viviendas en las que, en muchos casos, una sola persona
es su morador, y sospecho que esa situación va a más, en un mundo de relaciones
cada vez más efímeras, fáciles de crear pero, también, mucho más fáciles de
romper. Quizás llegue un momento en el que los “solos” seamos más que los que
viven en compañía, no lo se, pero esa manera de vivir empieza a cambiar el
mundo y a generar, en masa, sus propios problemas.
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